sábado, 28 de julio de 2012

DOMINGO XVII - TIEMPO ORDINARIO

         A Jesús no le basta enseñar a la gente. Él no quiere ser un maestro que se conforma con dar su mensaje y luego se desentiende de los demás. Por eso no le gusta que la gente se quede sin comer. Pero también quiere estimular a sus discípulos para que sean sensibles y generosos con la gente. Es por esa razón que les pregunta: “¿Dónde compraremos pan para darles de comer?” (Jn. 6, 5)

         Los apóstoles ofrecieron a Jesús los panes de un niño, y esa fue la base del prodigio. Así se nos enseña que cuando nos dejamos usar por la fuerza del amor y ofrecemos lo poco que tenemos, hay pan para todos, y sobra. Pero si algunos se dejan llevar por el egoísmo, el pan se acumula en pocas manos y ya no hay pan para todos.

         Cuando nos indigna la injusticia y la corrupción, cuando nos duele la angustia de la gente sometida, marginada, excluida,  mientras otros hacen fiesta y acumulan, despilfarran su vida y juventud en trivialidades. Dios nos invita a ofrecer lo poco que tenemos. Él ha querido necesitar nuestros pequeños panes, nuestro tiempo, nuestro afecto, nuestra gentil atención. Con todo lo que podemos dar, aunque sea poco, Jesús puede hacer algo grande.

          Dios actúa en nuestra historia a través de instrumentos, pero cuando esos instrumentos se resisten a cumplir su función y se encierran en la ambición y la comodidad, no se cumple la voluntad de Dios en nuestra tierra. Hasta ese punto se ha sometido Dios a nuestra libertad tantas veces mezquina. Hasta el punto de aparecer impotente y débil frente a los males de los que sufren.

         Hay que reconocer que los problemas económicos, sobre todo cuando tantas diferencias sociales, son en realidad problemas de amor, son el reflejo de una gran incapacidad de amar y de compartir. Pero cundo el pan se comparte y se reparte, se convierte en una forma de encuentro que es un anticipo del cielo, y alcanza para todos.

         Recordemos que Juan no nos habla de la institución de la Eucaristía, como lo hacen los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) pero si dedica todo el capitulo seis al discurso del pan de vida.  Estos panes que se multiplican es la Eucaristía que es siempre pan para todos. Nadie se ve privado de ella por falta de dinero. Alcanza para ricos y pobres, sin hacer distinción de persona. Solo aquella que se privan de este pan por propia voluntad al no querer desistir de sus pecados.

(P. Patricio Moraleda HSA)

sábado, 21 de julio de 2012

DOMINGO XVI - TIEMPO ORDINARIO

         Pensamos en los profetas como personas un poco radicales. Su palabra la imaginamos siempre dura, llevándonos a decisiones extremas y dolorosas. Pero no es así. Los discípulos fueron enviados por Jesús a predicar el Reino de Dios, es decir, que todos los hombres y mujeres están llamados a formar parte de la familia de Dios, que todos son de hechos ya hijos e hijas de Dios, que todos son objetos del amor misericordioso y compasivo de Dios, más allá de las fronteras, de las culturas, de las lenguas e, incluso, de las religiones. Ese  es el gran mensaje profético de Jesús. Eso es lo que nosotros, discípulos de Jesús en el siglo XXI debemos predicar. Somos profetas al servicio de la reconciliación y de la unión en el seno de la familia de Dios. No somos profetas de desgracias ni de divisiones, sino de encuentro y de fraternidad.

         La primeras y segunda lectura iluminan este aspecto de nuestra misión. En la primera lectura, Dios se dirige a los líderes del pueblo. No han cuidado del rebaño, lo han olvidado, lo han dispersado. Por eso, Dios anuncia que va a reunir a las ovejas dispersas, que va a poner pastores que cuiden del rebaño lo mantengan unidos. Termina la lectura con el anuncio de la llegada de un rey pastor que hará justicia al rebaño. Es la justicia de Dios que consiste en dar a cada uno no lo suyo, sino todo lo que necesita para crecer, para realizar, para desarrollar en plenitud este don inmenso que Dios mismo nos ha regalado, que es la ida. Y la carta a los Efesios habla de Cristo como el eje sobre el que se reconcilian los dos pueblos que estaban separados: el mundo judío y el mundo pagano. Era la gran división que se vivía en los tiempos de Jesús. Por una parte los que se sentían propietarios de las promesas de Dios, por otra los que estaban excluidos. Había incomprensión y enemistad entre los dos pueblos. Había una gran separación. La misma lectura afirma que Jesús ha reunido por su sacrificio los dos pueblos, ha derribado el muro que los separaba y que estaba hecho de odio, ha hecho las paces entre los dos, ha creado un nuevo pueblo, ha traído la paz.
         A nosotros nos corresponde continuar su misión y ser profetas al servicio de la reconciliación. En el mundo y en nuestro pueblo, en nuestro barrio y en nuestra familia. Cada vez que logramos que alguien se concilie, estamos siendo cristianos de verdad. Es significa ser cristianos: ser creadores de perdón, de fraternidad, de reconciliación.

         Es lo que se llama la “espiritualidad de la acción”, que nos impide separar demasiado la oración del servicio. Si uno se entrega con amor sincero y con gran confianza en el Señor, la entrega no cansa tanto. Si además de eso, no luchamos solos y nos unimos con otros, codo a codo, afecto sincero, la comunidad nos dará una fuerza que nos ayudará a seguir adelante en medio de todos los cansancios.

(P. Patricio Moraleda HSA)

domingo, 15 de julio de 2012

DOMINGO XV - TIEMPO ORDINARIO

         El evangelio de hoy nos cuenta como Jesús envió a los discípulos de dos en dos a predicar la conversión y les dio autoridad sobre los espíritus que esclavizan y oprimen a hombres y mujeres de aquel tiempo. Les pidió que fueran con lo justo para el camino. Apenas un bastón y nada más. Lo más importante era el mensaje que llevarían.
         Esa misión, que comenzó en tiempos de Jesús, sigue hoy en marcha. En estos veinte siglos en la Iglesia siempre ha habido hombres y mujeres dispuestos a salir de su tierra, llevando apenas un bastón, dejando atrás seguridad y comodidades, para ir a anunciar el Evangelio. Estos misioneros no siempre han sido bien recibidos. Algunos han muerto de forma violenta. Pero otros muchos fueron acogidos con el corazón abierto y en los países que los recibieron desgastaron su vida al servicio de sus habitantes, educaron a sus hijos, cuidaron a sus enfermos, liberaron a los oprimidos y dieron alegría a los tristes.
         Así los misioneros y misioneras han hecho, y hacen presente, el Reino de Dios. Hacen tantas otras cosas diferentes, pero en todo lo que hacen llevan siempre un mensaje único: que Dios nos ha bendecido en Cristo con toda clase de gracias, que en él nos ha elegido para que seamos santos en el amor, que nos ha destinado a que seamos sus hijos, que en él nos ha perdonado todos nuestros pecados. La voluntad de Dios consiste en reunir a todos en Cristo, en hacer de todos nosotros una sola familia. Ése es el mensaje que los misioneros y misioneras llevan no solo a los lugares lejanos sino también a los más cercanos. Porque aquí, cerca de nosotros, a veces en nuestras mismas familias o casas, hay personas que desconocen ese mensaje de salvación, que se dejan llevar por la tristeza y falta de esperanza, en la cual reina, tantas veces, la incomunicación, la falta de tolerancia, de perdón.
         Las lecturas de este domingo nos enseñan que la misión de la Iglesia no afecta solo a los misioneros y misioneras que dejan su país de origen y se van a países lejanos. Toda la comunidad cristiana, cada uno de los que la forman, debe ser misionera. Todos somos responsables de llevar el anuncio del amor de Dios, del perdón de los pecados, del Reino de salvación a los que no lo conocen, a los que viven sin esperanza. No hace falta saber idiomas ni hacer largos estudios. Basta con vivir siento testigos del amor de Dios, del amor con que Dios nos ama y regalar ese amor a los que viven con nosotros. Si así vivimos, descubrimos con sorpresa como echaremos a muchos demonios que oprimen la vida de las personas que nos rodean.
         No estamos donde estamos por casualidad. Saber que Jesús nos quiere ahí donde estamos, para hacer eso que estamos haciendo, nos sirve de sustento y de garantía. Es Él el que nos ha enviado. No es cosa nuestra, sino suya. No habremos de hacer nuestro proyecto, ni nuestros planes, sino los suyos. Saber por qué me quiere ahí donde estoy y que quiere que haga. Esa es la razón de nuestra vida.

(P. Patricio Moraleda HSA)

sábado, 7 de julio de 2012

DOMINGO XIV - TIEMPO ORDINARIO

         El profeta no es quien predice el futuro. Los adivinadores no son profetas y la mayor parte de las veces suelen equivocarse. El profeta no dice lo que va a suceder, sino que vive y actúa de manera de manera que las cosas sucedan de otra forma. Tiene un estilo de vida diferente y provocativa.
         Decía que profeta no predice el futuro sino que nos abre a un nuevo futuro y nos invita a entrar en él. En nuestras manos esta el escuchar y entrar por ese camino nuevo o rechazarlo. Pero siempre, por el terremoto que suscita su palabra y su presencia en nuestras vidas, sabremos que hubo un profeta entre nosotros.
         Así fue el profeta Jesús. Cuando volvió a su pueblo, la gente no hacia más que preguntarse y admirarse. Algo nuevo había en aquel hombre al que todos habían conocido de niño. Las palabras de Jesús estaban dichas con autoridad. Traían la novedad consigo. Hablaba de Dios como quien lo conocía de cerca y lo trataba de imitar. Ofrecía una esperanza nueva para los que vivían en una lucha diaria simplemente para llegar al día siguiente. Pero escuchar sus palabras obligaba a salir de esa vida rutinaria y habitual. Las palabras de Jesús sacaban de sus casillas a la gente que lo escuchaba. Los hacía sentirse incomodos. Su pueblo prefirieron encasillarlo, pensar que estaba loco, que lo decía no tenía sentido, que era imposible que dijese algo con sentido el que no era más que el hijo de María, el carpintero. Por eso Jesús no puede hacer allí ningún milagro. No se abrió ningún futuro nuevo para los habitantes de Nazareth. Ellos mismos se cerraron al camino.
         Hoy no faltan profetas, hombres y mujeres de Dios, que se esfuerzan día a día, en el cotidiano, en la rutina de cada día de hacer presente el proyecto de Dios sobre la humanidad. Otra cosa diferente es que los escuchemos. Tampoco los aceptamos como tales. Sencillamente porque los conocemos. Utilizamos el mismo argumento que usaron los paisanos de Jesús. Y nos cerramos a las nuevas posibilidades, caminos y esperanza que Dios nos abre a través de ellos. Por eso que los profetas son hombres y mujeres animados por el Espíritu Santo. Marcan la diferencia, nos sacan de nuestro letargo, nos hacen intuir formas nuevas de vivir, más humanas, más fraternas, más libres, más justas. En ellos reside la fuerza de Cristo; puede ser un papá, puede ser una mamá que viven con heroísmo y abnegación el cuidado de los hijos, una esposa un esposo que viven con fidelidad y perseverancia el amor esponsal de Cristo con su Iglesia en una humanidad que vive un erotismo desenfrenado, encadenados solo a su instinto animal.
         Pueden ser jóvenes que dan sabor de evangelio su alegría juvenil, su búsqueda de sentido, que siente que su vida en este mundo tiene un propósito maravilloso que buscan de contagiar esta alegría, con humildad y sencillez. No son santos de altar. Pero, como dice san Pablo en la segunda lectura, casi seguro que han aprendido a vivir con ellas y a gloriarse en Cristo y no en sí mismos. Por ellos habla el Espíritu. Si no los escuchamos, ¡qué pena para nosotros!

(P. Patricio Moraleda HSA)