domingo, 17 de noviembre de 2013

Domingo XXXIII del tiempo ordinario. C

"Hijos de Santa Ana"


Evangelio según San Lucas 21. 5-19

En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo. «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.» Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» Él contestó: «Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "El momento está cerca; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.» Luego les dijo: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»


REFLEXIÓN

"Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas"


"Jesús les dijo: Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido". Ellos le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?". Jesús respondió: "Cuidado con que nadie os engañe, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: 'Soy yo', y también: 'El tiempo está cerca'. No vayáis tras ellos”.

            Nos acercamos al final del año litúrgico. La liturgia de la Palabra nos propone para este domingo textos escatológicos - apocalípticos. En el evangelio de hoy, Jesús anuncia la destrucción de Jerusalén, que tuvo lugar en los años 70, y marca el fin del mundo. Jesús, sin embargo, no indica las fechas exactas  o " señales de advertencia". Las guerras, revoluciones, desastres naturales, el hambre, la peste, las persecuciones – son los signos actuales en cada tiempo y en cualquier momento. Como la hora del fin de la vida en la tierra  no se conoce,  los cristianos debemos estar siempre listos y preparados. Tenemos que vigilar, demostrar valor, lealtad y no andar detrás de las sugerencias de varios profetas falsos o videntes. 

            Vivir en una perspectiva escatológica conduce a la libertad. Sabemos que todo es relativo y transitorio, y “nuestra patria está en los cielos” (Flp 3, 20). Por tanto, no debemos tener demasiado miedo y preocupación por la realidad temporal. Más bien, deberíamos estar siempre “en el camino” y vivir  “con las maletas hechas”.  No debemos absolutizar al mundo y sus valores, mas bien hacer todo desde nuestra libertad interior. Estar  siempre libres, disponibles, listos para partir. Creo que esta frase debe calar profundamente en el corazón de cada discípulo de Jesús.
           
       Por otro lado, vivimos un momento muy  concreto de la historia en nuestra sociedad. No podemos ni debemos huir de ella, permaneciendo en ilusiones y sueños. Esa actitud no  es evangélica. Jesús no quiere que vivamos lejos del mundo, que huyamos del mundo, sino para que vivamos en él, transformándolo desde nuestro interior, desde la justicia, la paz, la misericordia y el amor.
          
        Vivir el Evangelio cada día es difícil y requiere coraje. Esperemos que Jesús no exija de nosotros que seamos sus testigos  “por la sangre”, por el martirio. Pero sin duda, Jesús quiere que vivamos diariamente el Evangelio y que este “diariamente” sea nuestro mejor testimonio de fidelidad a Dios y a nuestra propia conciencia.  Cuando vienen las dificultades y las crisis  y no sale nada, cuando fallamos en el trabajo y en la vida personal, cuando somos incomprendidos y rechazados, también en la propia familia, cuando nos vienen dudas de fe, debemos tener la misma fidelidad a Dios y a nosotros mismos.  A veces, esta vida la sentimos como un “verdadero martirio”.
Algunas preguntas para tu reflexión:

  • - ¿Qué sentimientos se producen en mí al pensar en el fin del mundo?
  • - ¿Me dejo llevar por las novedades, dudosas profecías y revelaciones?
  • - ¿Huyo de la realidad a la ilusión?
  • - ¿Que es para mí  “el mayor martirio”? ¿Cómo lo experimento?
  • - ¿Tengo la esperanza y el coraje de Jesús?

domingo, 10 de noviembre de 2013

Domingo XXXIII del tiempo ordinario C

"Hijos de Santa Ana"

Evangelio según san Lucas 20, 27-38.

“No es Dios de muertos, sino de vivos”

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»

REFLEXIÓN.


La gran lección que el Señor nos ofrece en el evangelio de hoy es la certeza de la resurrección. Anticipa, por tanto, su propia experiencia de vivir en plenitud al dejar este mundo en la respuesta rotunda que da a los saduceos cuando le preguntan qué sucederá después de morir. La resurrección del Señor es solidaria y anticipa nuestra propia resurrección.
La idea central del texto del evangelio que leemos es: ”Dios no es de muertos sino de vivos, porque para Él todos viven” (Lc. 20, 38). Las palabras de Jesús nos llenan de optimismo y alegría. La partida hacia la eternidad no es a un vacío sin sentido, a una nada absoluta, sino al encuentro con Dios que nos acoge con sus brazos de misericordia y perdón y con aquellos hermanos y amigos nuestros que nos precedieron en el signo de la fe, que confiaron igualmente en Dios, y que ahora descansan en el sueño de la paz.
La forma de vivir “el más allá” es un misterio inabordable para la mente humana. Sin embargo, eso no nos debe preocupar mucho y menos angustiar. Debemos vivir a plenitud en el presente porque el Dios verdadero es siempre fuente y defensa de la vida. No es un Dios destructor, sino un Dios que crea la vida, la sostiene y la lleva a su plenitud.
Para alcanzar la vida eterna debemos permanecer en este mundo como si ya la viviéramos, en estado permanente de encuentro vivencial con el Señor resucitado. Relativizar nuestros miedos, dominar nuestras angustias, revitalizar la esperanza, serán actitudes fundamentales que deberemos tener presente para que el Señor de la Vida influya decisivamente con su gracia y espíritu. Luchar contra la cultura de la muerte, defender la vida desde el instante de la concepción hasta que el Señor nos llame son también llamadas de atención a la luz del mensaje que el Señor nos exhorta en el evangelio.
Frente a la angustia de quien no ve sentido ni salida a esta vida; frente a la forma de vivir de quienes piensan que la muerte cierra el paso a la vida, los cristianos tenemos que testimoniar la certeza y la esperanza de la vida con Dios tanto en el presente como en la eternidad.

Domingo XXXI del tiempo Ordinario C

"Hijos de Santa Ana"

Evangelio según san Lucas 19, 1-10. 

"El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido"

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.» Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Jesús le contestó: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahám.
Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»

REFLEXIÓN.


"Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas” (Sal 145, 10-11) (…).
El fragmento del Evangelio de San Lucas, que la liturgia nos propone para meditar en el trigésimo primer domingo durante el año, recuerda el episodio que tuvo lugar mientras Jesús estaba atravesando la ciudad de Jericó. Fue un acontecimiento tan significativo que, aunque ya lo sabemos de memoria, es preciso meditar otra vez con atención en cada uno de sus elementos.
Zaqueo era no solo un publicano –igual que lo había sido Leví, después el apóstol Mateo–, sino un “jefe de publicanos”, y era muy “rico”. Cuando Jesús pasaba cerca de su casa, Zaqueo, a toda costa, “hacía por ver a Jesús” (Lc 19, 3), y para ello, por ser pequeño de estatura, ese día se subió a un árbol (el Evangelista dice “a un sicómoro”), “para verle” (Lc 19, 4).
Cristo vio de este modo a Zaqueo y se dirigió a él con las palabras que nos hacen pensar tanto. Efectivamente, Cristo no solo le dio a entender que le había visto sobre el árbol (a él, jefe de publicanos, por lo tanto, hombre de una cierta posición), sino que además manifestó ante todos que quería “hospedarse en su casa” (cf Lc 19, 5). Ello suscitó alegría en Zaqueo y, a la vez, murmuraciones entre aquellos a quienes, evidentemente, no agradaban estas manifestaciones de las relaciones del Maestro de Nazaret con “los publicanos y pecadores”.
Esta es la primera parte de la perícopa, que merece una reflexión. Sobre todo, es necesario detenerse en la afirmación de que Zaqueo “hacía por ver a Jesús” (Lc 19, 3). Se trata de una frase muy importante que debemos referir a cada uno de nosotros aquí presentes, más aún, indirectamente, a cada uno de los hombres. ¿Quiero yo “ver a Cristo”? ¿Hago todo para “poder verlo”?
Este problema, después de dos mil años, es tan actual como entonces cuando Jesús atravesaba las ciudades y los poblados de su tierra. Es el problema actual para cada uno de nosotros personalmente. ¿Quiero yo ver a Cristo? ¿Quiero verdaderamente? ¿O quizás, más bien, evito el encuentro con él? ¿Prefiero no verlo, o prefiero que él no me vea, al menos a mi modo de pensar y de sentir? Y si ya lo veo de algún modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome demasiado, no poniéndome ante sus ojos, para no llamar la atención demasiado…, para no tener que aceptar toda la verdad que hay en él, que proviene de él, de Cristo?
Esta es una dimensión del problema que encierran las palabras del Evangelio de hoy sobre Zaqueo. Pero hay también una dimensión social. Tiene muchos círculos, pero quiero situar esta dimensión en el círculo concreto de vuestra parroquia. Efectivamente, la parroquia, es decir, una comunidad viva cristiana, existe para que Jesucristo sea visto constantemente en los caminos de cada uno de los hombres, de las personas, de las familias, de los ambientes, de la sociedad. Y vuestra parroquia (…), ¿hace todo lo posible para que el mayor número de hombres “quiera ver a Cristo Jesús” como Zaqueo? Y además, ¿qué más podría hacer para esto?
Detengámonos en estas preguntas. Más aún, completémoslas con las palabras de la oración que encontramos en la segunda lectura de la Misa, tomada de la Carta de San Pablo a los Tesalonicenses: Hermanos: “Siempre rezamos por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de la vocación y con toda eficacia cumpla todo su bondadoso beneplácito y la obra de vuestra fe, y el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo” (2Ts 1, 11-12).
Es decir –hablando con el lenguaje del pasaje evangélico de hoy–, oremos para que vosotros “procuréis ver a Cristo” (cf Lc 19, 3), para que vayáis a su encuentro como Zaqueo; y que, si sois pequeños de estatura, subáis, por este motivo, a un árbol.
Y Pablo continúa desplegando su oración, pidiendo a los destinatarios de su carta que no se dejen demasiado fácilmente confundir y turbar por supuestas inspiraciones (cf 2Ts 2, 2). ¿Por qué “inspiraciones”? Acaso sencillamente por las “inspiraciones de este mundo”. Digámoslo con lenguaje de hoy: por una oleada de secularización e indiferencia respecto de los mayores valores divinos y humanos. Después dice Pablo: “Ni por palabras”. Efectivamente, no faltan hoy las palabras que tienden a “confundir” o a “turbar” a los cristianos.
Zaqueo no se dejó confundir ni turbar. No se asustó de que la acogida de Cristo en la propia casa pudiese amenazar, por ejemplo, su carrera profesional o hacerle difíciles algunas acciones ligadas con su actividad de jefe de publicanos. Acogió a Cristo en su casa y dijo: “Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si a alguien he defraudado en algo, le devuelvo cuatro veces más” (Lc 19, 8).
En este punto se hace evidente que no solo Zaqueo “ha visto a Cristo”, sino que al mismo tiempo, Cristo ha escrutado su corazón y su conciencia; lo ha radiografiado hasta el fondo. Y he aquí que se realiza lo que constituye el fruto propio de la apertura del corazón, se realiza la conversión, se realiza la obra de la salvación. Lo manifiesta el mismo Cristo cuando dice: “Hoy ha venido la salud a esta casa, por cuanto también este es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 9-10). Y esta es una de las expresiones más bellas del Evangelio.