jueves, 31 de enero de 2013

TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.


"Hijos de Santa Ana"


 
TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Este domingo hay una distancia enorme entre la primera lectura y el evangelio. La primera lectura relata un momento de la historia de Israel en que, una vez que volvieron del destierro, el pueblo escucha de nuevo la proclamación  de la Ley. Es la Ley de Dios. Son las normas que Dios dio a sus padres en el pasado y que deben ser obedecidas en todo momento. A cambio, el pueblo tendrá la vida. Si el pueblo fue vencido por sus enemigos y tuvo que ir al destierro, fue precisamente porque no obedeció esas normas como debía.

 

        En el evangelio nos encontramos con una situación muy distinta. Jesús ha vuelto a su ciudad natal después de un tiempo fuera. Ya ha comenzado su vida pública y su fama hado llegado a sus conciudadanos. Se siente enviado por Dios para predicar el Reino de Dios.

 

        Sorprende que en la Sinagoga, Jesús escoge el texto que no habla de normas ni de leyes. Habla más bien de él mismo y de su misión. Jesús se sirve de un texto del profeta Isaías para explicar a sus conciudadanos, y de paso también a nosotros, cual es el contenido de su misión, por qué esta predicando por los pueblos y caminos de Galilea. Jesús se siente dominado, poseído por el Espíritu de Dios. Ese espíritu no hace de él alguien superior a los demás. No lo convierte en un rey que, como el resto de reyes de la tierra, se vale de su autoridad para dominar, oprimir. Él ha sido enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, liberar a los cautivos y devolver la vista a los ciegos. Esa es su misión.

 

        No se trata de que Dios, a través de Jesús, nos vaya a dar normas nuevas, quizás más fáciles, o más difíciles, que tenemos que obedecer. Jesús viene a hablarnos de un Dios que nos trae la salvación, que quiere que seamos libres, que dejemos de sufrir, que seamos felices. Esa es la misión de Jesús. Los que hoy formamos su comunidad, somos los encargados de lleva la Buena Noticia a los que sufren, a los oprimidos, a los cautivos, a los pobres. Para que todos conozcan a Dios que nos ama y que nos salva.

 

REFLEXIÓN:

        ¿Hay cerca de ti personas que necesitan ser liberadas de alguna opresión?

        ¿Tú mismo quizás?

        ¿Cómo te libera Jesús? ¿Cómo libera a tu familia?

        ¿te dejas liberar?

domingo, 13 de enero de 2013

Homilía Domingo del Bautismo del Selor.

"Hijos de Santa Ana"


Lucas 3, 15-16. 21-22. Tu eres mi Hijo, el amado, el predilecto”.

       El bautismo del Señor, la fiesta que concluye el tiempo de Navidad, marca el comienzo de la vida pública de Jesús.

       No sabemos exactamente cuántos años tenía en ese momento. La tradición  nos dice que unos treinta. En todo caso, parece ser que Jesús vivió unos cuantos años una vida escondida, sin manifestarse como el Mesías, sin hablar de su misión a los que se acercaban  a él, sin diferenciarse en nada de otro judío más de los que vivían en Galilea en su tiempo.

       Pero, de repente, algo sucede que un día lo hace salir de su casa, dejar la tranquilidad del hogar familiar, del trabajo seguro, de la compañía de sus conocidos y familiares, y acercarse a Juan el Bautista. Posiblemente la fama de este se había extendido ya por toda la Judea y Galilea. Predicaba la inminencia de la venida del Mesías e invitaba al pueblo a convertirse de sus malos caminos para preparase ante su venida cercana.

       ¿Qué pensó Jesús ante esa predicación? No lo sabemos, pero está claro que ante Juan tomo conciencia de quien era, de cuál era su misión. Se dio cuenta de que había llegado el tiempo de dejar su casa y de salir a los caminos para predicar el Reino de Dios. No fueron las decisiones insustanciales de un niño. Fue una decisión sería y radical de una persona adulta que toma las riendas de su vida y se dirige a donde quiere. Su destino final, la muerte en la cruz, no fue un accidente. Fue el fruto de esta decisión de Jesús de poner su vida al servicio del Reino.

 

       El Bautismo de Jesús marca ese momento trascendental, de cambio, que determina su futuro. Antes de su Bautismo, es seguro que Jesús se dedicó muy seriamente a pensar en su vida, en su misión. Cuando la vio claro, entonces se decidió. Se presentó a Juan y se hizo bautizar. Y del mismo cielo le llegó la confirmación de su misión: “Tú eres mi Hijo, el amado”. A partir de entonces su vida dio un vuelco total.

       Nosotros fuimos bautizados cuando éramos niños, me imagino que la mayoría. No fue fruto de nuestra decisión sino de nuestros padres. Pero nunca es tarde para pensar si realmente queremos asumir aquel Bautismo como nuestro. Para decirlo de una forma simple: ¿queremos ser de verdad cristianos? Porque no vale la pena quedarnos en la mediocridad. Tenemos que tomarnos nuestra vida en serio y no ser cristianos de domingo sino de todos los días y de todas las horas.

 

       A nuestra vida, para ser humana, le falta una dimensión esencial: la interioridad. Se nos obliga a vivir con rapidez, si detenernos en nada ni en nadie, y la felicidad no tiene tiempo para penetrar hasta nuestra alma.

       Pasamos rápidamente por todo y nos quedamos casi siempre en la superficie. Se nos está olvidando escuchar y mirar la vida con un poco de profundad.

       El silencio nos podría curar, pero ya no somos capaces de encontrarlo en medio de nuestras mil ocupaciones. Cada vez hay menos espacio para el espíritu en nuestra vida diaria. Por otra parte, ¿Quién se atreve a ocuparse en cosas tan sospechosas como la vida interior, la meditación o la búsqueda de Dios?

       Privándonos de la vida interior, sobrevivimos cerrando los ojos, olvidando nuestra alma, llenándonos de proyectos, ocupaciones, planes.

       Tantas veces en medio de tantas cosas, ni siquiera la religión es capaz de darnos calor y vida interior. En un mundo en la cual prevalece el exterior, la superficialidad. Dios queda como un objeto demasiado lejano, y de poco interés para la vida diaria.

       Los evangelios presenta a Jesús como el que viene a “bautizar con Espíritu Santo, es decir, como alguien que puede limpiar nuestra existencia y sanarla con la fuerza del Espíritu. Y, quizás, la primera tarea de la Iglesia actual sea, precisamente, la de ofrecer esa “Bautismo del Espíritu Santo” al hombre de hoy.

       Necesitamos ese Espíritu que nos enseñe a pasar de lo puramente exterior a lo que hay en lo más íntimo del hombre. Un Espíritu que nos enseñe a coger  a ese Dios que habita en el interior de nuestras vidas.

       No basta que el evangelio sea predicado con palabras. Nuestros oídos están demasiado acostumbrados a no escuchar el mensaje de las palabras. Solo pueden convencerse con la experiencia de la vida real, viva concreta de una alegría interior nueva.

 

INTERROGATE:

       ¿Qué recuerdo tienes de las ceremonias de Bautismo a las que has asistido?

       ¿Qué piensas de tu propio bautismo?

       ¿Qué significa para ti  ser cristiano?

       ¿Basta con ir a Misa los domingos, quizás ni siquiera todos, o ser cristiano significa algo más?

sábado, 12 de enero de 2013

REFLEXIÓN SOBRE LA FIESTAS DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

          "Hijos de Santa Ana"

Con la celebración del Bautismo del Señor culmina el tiempo de reflexión en torno al nacimiento del Hijo de Dios. Aquel Niño que se encarnó en María por obra del Espíritu Santo; que vivió durante años en la escuela oculta de sacrificio, abnegación, oración y trabajo en Nazaret y que se manifestó a los hombres como Dios universal, ya en la edad adulta, en los momentos previos a su misión, se decide a recibir el bautismo de agua y espíritu para cumplir la voluntad de Dios y dedicarse a la instauración del Reino de Dios.

Jesús es presentado como Mesías y a partir de este momento Dios hablará por medio de Él. El bautismo de Jesús es la prueba que asume para amar a la humanidad sin límites y el compromiso de dar la vida para la salvación de todos. En realidad el bautismo del Señor es un acto de fe y de compromiso. Vivirá en estado permanente de encuentro con Dios y ya su voluntad no será la suya sino la del quien le ha enviado (Jn. 4,34). Jesús recibe un bautismo de agua por inmersión pero será el Espíritu de Dios quien verdaderamente le impulsa y lo dinamiza para realizar la misión de anunciar la Buena Nueva a todos los hombres. La Trinidad se hace presente en este momento esencial en la vida del Señor: el Padre presentando al Hijo, “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”; el Hijo, protagonista de la acción, viviendo con intensidad ese momento de exigencia que supone la aceptación de ser el Mesías y el Espíritu el que lo unge para enviarlo al mundo y así anunciar el evangelio de la liberación del pecado y de todas sus consecuencias. El compromiso del Señor durará hasta la muerte. Un ejemplo de fidelidad y de perseverancia, ejemplo de exigencia ante tantas corrientes sociológicas que cuestionan la necesidad y sentido de un compromiso de vida asumido por amor.

¿Qué nos aporta a nosotros el bautismo del Señor? En primer lugar comprender que también nosotros hemos recibido este primer sacramento de la iniciación cristiana y, aunque recibido normalmente a una edad muy temprana, crecemos sellados por la marca del Espíritu. Bueno es renovar con nuestra vida la fidelidad y la entrega a la causa del Evangelio. Entender que, a partir de este sacramento, no somos solamente receptores de una fe heredada sino agentes activos de vivencia continua de la luz del Espíritu en nuestra experiencia de fe para que, impulsados por el crecimiento interior, el afán de perfección y aspiración a la santidad, seamos agentes de evangelización en el mundo en que vivimos. La renovación permanente de las promesas bautismales nos impulsa a vencer nuestra fe marcada por la rutina, la costumbre, la comodidad y trasformar esas actitudes en creatividad, fidelidad y compromiso con nuestro sentido de seguimiento a Cristo y de pertenencia a La Iglesia.

¿Cómo puedo hacer en mi experiencia diaria un compromiso real de vida y de fe en respuesta al Señor?. ¿Aprovecho la oportunidad que me brinda la parroquia, la vida diaria en mi trabajo u otras formas de lugar ambiental para manifestar mi fe? En el Año de la Fe, en un mundo de cierta indiferencia y hasta incomprensión de los valores de Jesucristo, la fiesta bautismal puede ser una buena oportunidad para renovar nuestra vida desde el seguimiento del Señor y desde el anuncio de su presencia en el mundo.

 

lunes, 7 de enero de 2013

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

"Hijos de Santa Ana"


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA XXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

2013

Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19)

Queridos jóvenes:

Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en el mes de julio de 2013.

Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita.

Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que podéis dar a los demás.

1. Una llamada apremiante

La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios.

Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.

En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).

Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).

2. Sed discípulos de Cristo

Esta llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es necesaria para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida, a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.

¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a mirarle: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.

Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía, enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que otros la reciban. El ser misioneros presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de Youcat, el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo).

3. Id

Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo. Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y salvado por él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más deseamos llevar a otros hacia él.

Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios, dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.

4. Llegad a todos los pueblos

Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de Jesús!

Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.

Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial atención vuestro compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […] A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía con estos nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed usar con sabiduría este medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con las personas con los contactos en la red.

El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que os encontráis.

5. Haced discípulos

Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con vuestra cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca olvidéis que el primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.

6. Firmes en la fe

Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).

Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y de vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.

Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).

7. Con toda la Iglesia

Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro siega» (Jn 4,37).

En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).

También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que nada –ni las dificultades, ni las incomprensiones– os hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la evangelización.

8. «Aquí estoy, Señor»

Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros.

Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).

Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe.

Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.

Vaticano, 18 de octubre de 2012

BENEDICTUS PP. XVI

 
"Hijos de Santa Ana"

HOMILÍA SOLEMNIDAD DE LA SAGRADA FAMILIA

"Hijos de Santa Ana"



Lucas 2, 41-52.

        Existe una ley metida en nuestras mismas entrañas, una ley natural que nos inclina a respetar y a querer a los que nos dieron la vida, a los que nos llevaron en sus brazos cuando no sabíamos andar, a los que nos proporcionaron aun antes de nacer tanto cariño y tanto desvelo.

        Una ley que, sin embargo, se olvida a veces. Por eso Dios ha querido confirmarla con su propia ley. Y así el primero de los mandamientos que miran al bien del prójimo está dedicado a los padres.

        San Pablo, escribiendo a los efesios, les dice: "Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es de justicia. Honra a tu padre y a tu madre -que es el primer mandamiento con promesa- para que seáis felices y tengáis larga vida sobre la tierra".

        Y el libro de Sirácides que hoy leemos nos anima a cumplir este mandamiento: "El que honra a su padre se alegrará de sus hijos y cuando rece será escuchado...".

        Somos tan amigos de la independencia que nos cuesta el depender de alguien. Hay como un loco afán de libertad mal entendida, un deseo incontenible de vivir cada uno como se le da la regalada gana. La rebeldía, tantas veces sin causa, se ha puesto de moda...

        El autor inspirado por Dios insiste en señalar ese deber sagrado de honrar a los padres mientras vivan. Es un deber perenne, un deber que no termina nunca. Porque ni aun cuando mueran se pueden olvidar los hijos de sus padres. También entonces hay que honrar su memoria, rezar por ellos.

"No los abandones mientras vivas, aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes...". Qué problema tan dramático el de los padres abandonados, olvidados, relegados en el último rincón, echados de casa, metidos con engaños en asilos o residencias de ancianos, con grandes dificultades para encontrarles sitio por estar todo lleno. Y es ahora, cuando difícilmente se pueden valer por sí mismos, cuando más necesitan cariño, comprensión, calor de hogar.

        Los viejos nos estorban, no nos sirven para nada, son muebles inútiles, son causa de riñas y discusiones entre los esposos, no hacen otra cosa que dar trabajo. Se ponen malhumorados, insoportables con sus rarezas. Y cada vez hay más viejos... Así podríamos pensar, con fría crueldad.

 Sin embargo, la ancianidad, podemos decir, es la cumbre nevada y majestuosa de toda vida de lucha y de ilusiones. La vejez es la etapa última de nuestro correr hacia la eternidad... Dios nos dice: "La limosna del padre no se olvidará. Será tenida en cuenta para pagar tus pecados; el día del peligro se acordará de ti y deshará tus pecados como el calor la escarcha".

                Hoy, mejor que nunca, sabemos que no son los papeles, ante el juzgado o ante el altar, los que garantizan la vida estable de una familia. Los papeles se rompen, o se anulan, o simplemente se les ignora. Realmente, lo que hace que una familia dure es que dure el amor.

        Hoy día hemos perdido, sobre todo los jóvenes, el respeto que había antaño a lo legalmente establecido. El joven de hoy no suele hacer las cosas por el simple hecho de que así estén establecidas. Quiere sentirse libre ante cualquier clase de autoridad secular o religiosa.

        Hace lo que cree que realmente es mejor para él en cada momento. Esto hace que la familia actual sea socialmente más frágil y más inestable que la familia tradicional. En este contexto, sólo el amor puede salvar a la familia. Por eso, cuando hablamos de familia debemos hablar más de amor que de papeles o de requisitos legales.

        A mayor libertad se exige mayor compromiso y el compromiso libre y responsable de formar una familia sólo puede sostenerse y cimentarse en un verdadero amor. Que, por supuesto, es mucho más que el enamoramiento o la pasión. El matrimonio cristiano, de hecho, sólo puede cimentarse en el amor cristiano.

        Difícilmente se puede poner remedio a los déficits de educación del hogar. Todo aquello que no se aprende en casa tampoco se aprende fuera, si no es con gran dificultad. Jesús vivía y aprendía con naturalidad en el hogar de Nazaret las virtudes que José y María ejercían constantemente: espíritu de servicio a Dios y a los hombres, piedad, amor al trabajo bien hecho, solicitud de unos por los otros, delicadeza, respeto, horror al pecado... Los niños, para crecer como cristianos, necesitan testimonios y, si éstos son los padres, esos niños serán afortunados.

        Un punto más para nuestra reflexión:

        El poeta Khalil Gibran expresó esta idea en un bello poema que habla de los hijos. Dirigiendo sus palabras a los padres, Gibran dice: “Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen.”

     Esta Fiesta de la Sagrada Familia recuerda a los hijos que, como Jesús, deben centrar su atención en Dios y al mismo tiempo respetar y honrar a los padres que Dios les dio. Y a los papás les recuerda que, citando a Gibran, ustedes son el arco del cual, sus hijos como flechas vivas son lanzados. Por tanto, dejen que la inclinación en su mano de arquero sea para la felicidad de sus hijos.

     MEDITA Y RESPONDE:

¿Cómo vivo mi relación con mi propia familia, con mi comunidad parroquial, con la Iglesia?