sábado, 16 de marzo de 2013

DOMINGO V DE CUARESMA

"Hijos de Santa Ana"

        JUAN 8, 1-11. "El que no tenga pecado que tire la primera piedra" 

El evangelio de este V domingo, la última semana de este tiempo de cuaresma, nos muestra el encuentro de Jesús con la mujer descubierta en adulterio. Los enemigos de Jesús quieren ponerle una trampa.
La mujer es una pecadora pública. Ha sido sorprendida en su pecado. Y por ellos merece la muerte. La pregunta de Jesús, por parte de quienes conocían la ley, es superflua; ellos ya la habían condenado. Y la presenta a Jesús para ponerle en un aprieto; Él se distinguía por su amistad con pecadores, pero en este caso debería preferir la ley de Dios, que exigía “extirpar la maldad” del interior del pueblo. (Dt. 22, 22)

        La actitud de Jesús es significativa: no niega la existencia del pecado de la mujer ni niega que tengan sus acusadores. Pero no condena a la mujer pecadora, y se las ingenias para que los acusadores descubran su propio pecado. Respeta la ley, pero opta por la persona que la ha transgredido: no se opone a que se castigue el pecado, pero evita que se castiguen solo los pecados públicos. Quien por estar contra el pecado condena al pecador, debe condenar a todo el que peque, incluyéndose a sí mismo. No se combate bien el mal solo si se ve, únicamente en los otros; el pecado sigue siendo un mal, aunque se oculte.
        Y lo más sorprendente es que Jesús no disculpe a la mujer no disimule su falta. Para concederle una nueva oportunidad, no ha necesitado oír sus excusas ni siquiera su confesión. Para perdonar, Jesús no necesita comprender la razón del pecado ni las razones del pecador. De esta forma, su perdón es más gratuito, porque no ha sido perdido ni era esperado. La disposición de Jesús al perdón no dependió ni de la vergüenza pública de la pecadora ni de la sinceridad de su arrepentimiento.
        Solo al final, cuando solo él podía condenarla, pues sus acusadores habían desaparecido, le recomendará que no vuelva al pecado; librándola del castigo merecido, le da una nueva oportunidad; no le importa el pecado pasado, si es el último.


        Así de generosos es nuestro Dios. Con Él siempre tenemos una nueva oportunidad; no le importará que nuestras faltas sean tan evidentes que nadie, ni Él mismo pueda negarlas; no le importará que todos, y con razón, se nos hayan echado encima, dada la evidencia de nuestra mala vida. En Él tenemos el mejor abogado, la defensa mejor, el indulto seguro y asegurado, el olvido permanente. Él saldrá en nuestra defensa cuando todos nos echen en cara nuestras faltas; sabrá cómo olvidarse de nuestros pecados, incluso cuando nosotros no podamos negarlo; querrá acogernos cuando los demás nos quieran abandonar. Sabrá como liberarnos de nuestros acusadores y, lo que es más decisivo, de nuestro pecado. Con un Dios así, ante quien no prevalecen nuestras faltas tanto cuanto su deseo de que no las repitamos, nos está prohibido el temor a nuestro mal. Es Él lo único que no podemos perder, son que queremos perdernos del todo.
        Si de verdad lo creemos así, ¿a qué viene el que no nos sintamos con fuerza para confesarle nuestras infidelidades? ¿por qué tanto rubor en declararnos públicamente pecadores, si tenemos por seguro el perdón público y la defensa con nuestros acusadores? Si nos faltan ánimos para buscar el perdón de Dios, es que nos falta fe en su voluntad de perdonarnos. Si acudimos raramente a Él, si son solo nuestras necesidades las que nos llevan, casi a rastras, hacía Él, es porque pedimos de Él una limosna cuando podríamos tener la herencia.
        ¿Qué fuerza necesitaba esta mujer para abandonar el adulterio? ¿Qué poder necesitamos nosotros para salir de nuestros pecados, por muy grandes que sean? La respuesta viene de san Pablo: “A causa de Cristo, ya nada tiene valor para mí y todo lo considero basura mientras trato de ganar a Cristo y encontrarme en Él”. Cristo es rico en misericordia, riqueza que será nuestra por medio del arrepentimiento.
        En el primer domingo de cuaresma el demonio quiso convencer a Jesús que convirtiera unas piedras en pan. En cada misa Jesús cambia el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. Él no nos ofrece piedras sino su cuerpo entregado por nosotros y su sangre derramada para el perdón de los pecados. La eucaristía nos muestra que no hay razón para temer presentarnos ante Jesús y confesar nuestros pecados en el sacramento de la penitencia. Jesús no lanza piedras.
        Una última reflexión:
        ¡Que distinto es el remordimiento del arrepentimiento! el remordimiento es la conciencia del mal realizado. Puede llegar a ser destructivo (cuanta gente ha caído en el alcoholismo o incluso en el suicidio porque no soportaban esa voz de la conciencia). El arrepentimiento, en cambio, es positivo. Como la mujer adúltera, vemos nuestros pecados. Pero más allá de él vemos a Jesús, su amor y la posibilidad real de cambiar de vida. ¡Vete y no peques más! La mujer se fue contenta, su vida había cambiado; Jesucristo había trasformado su corazón.
        Pregúntate:
¿has aprovechado bien esta cuaresma para acercarte a Dios?
¡Recuerda! La Gracia de Dios actúan en ti, pero eres tú, como habíamos visto en la parábola del hijo prodigo, quien decide el cambio, dentro en sí mismo y se decidió por regresar a la casa de su padre. La gracia de Dios presupone la voluntad de cambiar, de dejar atrás al hombre viejo y ser el hombre nuevo, como nos dice san Pablo.

jueves, 14 de marzo de 2013

Diáconado del Hermano César Aguado Gómez

                                                           "Hijos de Santa Ana"






















sábado, 9 de marzo de 2013

DOMINGO IV DE CUARESMA

"Hijos de Santa Ana"
 
 Lucas, 15, 1-3. 11-32. "Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida"
        El cuarto domingo nos presenta una de las parábolas más hermosas, a mi parecer, la del hijo prodigo, una parábola bastante comentada en la cual, hoy los estudiosos están de acuerdo que el protagonista no es el hijo sino el padre.
El padre es Dios, que continuamente nos ofrece su gracia, su misericordia y su perdón frente a las rebeldías del hombre. Dios asume lo humano para liberarlo y salvarlo. Sin la gracia que brota del corazón Dios no hay posibilidad alguna de conversión. El hombre sin Dios no puede nada, con Dios todo. Dios como nos dice la parábola nos pide una y otra vez el regreso a la fe. No le importa nuestras embarradas, sino nuestro arrepentimiento y conversión sincera. Lo dice el mismo Jesús “no he venido a condenar sino a salvar…”
         Lucas, nos muestra la alegría incontenible del padre cuando el hijo pródigo regresó a su hogar. La insistencia del padre en que se organice un banquete para celebrar el regreso de su hijo perdido nos debería llenar de valor para preparar nuestra confesión cuaresmal confiando mucho en la misericordia de Dios.
         Precisamente la cuaresma es tiempo  apropiado para celebrar este sacramento.
         El arrepentimiento del hijo menor es nuestro modelo. Después de malgastar su herencia. Se dio cuenta de su equivocación, abandonó su vida disoluta y tomó el camino de regreso a la casa de su padre. Se preparó bien para confesar al padre sus pecados y para arrepentirse de ellos. Es importante lo que nos dice Lucas: “tomo la decisión de cambiar de vida”.
         En la Iglesia del primer milenio, las personas confesaban sus pecados al obispo el miércoles de ceniza, recibían la túnica penitencial, se les rociaba ceniza en la cabeza y se les inscribía en el libro de los penitentes. El obispo imponía la penitencia, más como medicina que como castigo, que ellos debían cumplir durante la cuaresma. Era la forma litúrgica  de curar la enfermedad del pecado y no un castigo por el crimen cometido. Esa penitencia asumía el espíritu del padre del hijo prodigo.
         La penitencia era según el pecado cometido. A los egoístas y avaros se les pedía dar limosna a los pobres. A los glotones y parranderos se les imponía penitencias de ayuno y abstinencia. A los que faltaban a los compromisos con Dios, se los hacía entrar en tiempos de oración.
         Esas penitencias se proponían  lograr un cambio de corazón en las personas. En un servicio litúrgico especial, los penitentes recibirán la absolución del obispo la mañana del jueves santo y por la tarde participaban en la celebración de la misa vespertina de la Última Cena.
         Hoy el orden del sacramento está invertido confesamos primero los pecados, recibimos la absolución  y cumplimos después  la penitencia. Podemos aprender algo de esta práctica de la Iglesia del primer milenio: tenemos que hacer penitencia mucho antes de acercarnos al sacerdote para confesar los pecados y recibir  una penitencia oficial. Deberíamos  aprovechar toda la cuaresma para cambiar de vida.
         Y el primer paso sería examinar la conciencia para darnos cuenta de cómo estamos viviendo  nuestra vida. Tenemos que ser honestos con nosotros mismo como lo hizo el hijo prodigo  sobre lo que hemos hecho y ver en que hemos faltado con relación a Dios y a nuestros hermanos. Preguntémonos hacía donde se dirige nuestros pasos.
         Si vivimos con sinceridad la cuaresma como tiempo de un cambio profundo de seguro al final de este tiempo escucharemos la voz de nuestro Padre Dios que nos dirá: Celebremos porque mis hijos han regresado a casa”.


lunes, 4 de marzo de 2013

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

"Hijos de Santa Ana"
 
        La lectura del evangelio,  de este III domingo de cuaresma, nos invita a redescubrir que Dios no solo es misericordioso, sino también paciente en su misericordia, que no es un acto aislado en la voluntad de Dios, que quiere salvar.
        Jesús toma las noticias del día, como tantas veces, trágicas, para lanzar una llamada fuerte, encarecida, a la conversión personal. Es fácil escandalizarse de las cosas que pasan a nuestro alrededor, pero tenemos de aprender de Jesús, a leerlas como llamada personal que Dios nos dirige.
        Nos llama la atención que, siendo Jesús galileo, no defienda a sus paisanos ni a criticar al cruel gobernador Pilatos. Más bien los vincula al accidente que acaba de costar la vida a dieciocho personas en Jerusalén, para centrar la atención no en estos hechos, sino en la necesidad de conversión.
        A Jesús la interesa, sin desmerecer la gravedad de los hechos, hacer una invitación a un verdadero arrepentimiento de su auditorio. Así muestra el evangelista cuales son las verdaderas prioridades y puntos de vista de Jesús.
                De estos hechos toma pie Jesús para ofrecer, en la parábola, una llamada urgente a la conversión del mismo pueblo de Dios. Como se ha concedido a la higuera una última oportunidad, así sigue vigente la invitación de Jesús al arrepentimiento durante el corto periodo de paciente gracia, que precede al definitivo juicio de Dios. Es nuestra última oportunidad.
         Jesús no pretende asustarnos. Pasajes como este son incómodos de meditar, porque a menudo los tomamos como una amenaza, y nos parece que no corresponden con un Dios que es misericordia y amor. Jesús quiere ayudarnos a mirar la realidad.
        Abrirnos a la verdad. Cuando confundimos la misericordia divina con un “mirar para otro lado”, hacer la vista gorda; cuando vemos al Padre del cielo como una especie de maestro bonachón, dispuesto a dar, después de todo, una aprobación general, estamos haciendo una caricatura de la misericordia de Dios.
         Jesús no ha venido a asustarnos, sino a anunciarnos que, para todos los hombres, para todos los pecadores, es posible hallar salvación. Necesitamos abrir los ojos, darnos cuenta de la gravedad de nuestra situación de pecado, convertirnos a él, para que él nos pueda dar su salvación. En esta página, como siempre, Jesús anuncia el auténtico evangelio, al que se accede por medio de la conversión.
 La parábola de la higuera pone ante nosotros la paciencia de Dios. Para Dios todo tiene su tiempo, como para el dueño de la viña, que durante tres años, esperó. Dios no se apresura, como nosotros, que a veces no sabemos respetar los procesos de las personas, la maduración, el momento oportuno...
               Incluso más allá de lo que sería razonable, la paciencia de Dios aguarda un año más, a petición del viñador. Dios no quiere la tala, sino que quiere el fruto.
 Dios quiere la salvación. Aunque sabe que la higuera que no da fruto, perjudica a la tierra, que el pecador que no se convierte, está dañando a sus hermanos con su mal ejemplo, y que muchos se escandalizan ante esta aparente permisividad del mal por parte de Dios.
 En este tiempo de Cuaresma no podemos perder de vista que además de esforzarnos por abandonar nuestros vicios y rechazar el pecado, la conversión que el Señor quiere de nosotros consiste asimismo en dar fruto: «La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos» (Jn 15,8). Esos frutos son las obras buenas.
                       Así como los frutos de una higuera son concretos, visibles, así también deben ser los frutos en nuestra vida cristiana: deben ser concretos, visibles a los demás. No se trata ciertamente de buscar ser reconocidos, apreciados, aplaudidos, enaltecidos por los frutos de las buenas obras, sino que se trata de que muchos al ver tus buenas obras «glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). No se trata de alimentar la vanidad buscando que por tus obras seas alabado, sino de señalar siempre humildemente el origen de todo lo bueno que tú puedes hacer: Dios.
                         Usando la imagen agrícola del Señor, podemos decir que todo esfuerzo por despojarnos de los vicios (Col 3,9-10) y cortar las conductas pecaminosas que nos impiden dar frutos de santidad se compara a la poda. Al podar un árbol se le despoja de todo aquello que consume inútilmente el vigor que necesita para dar mucho y buen fruto.
                           Podar un árbol es quitarle algo que no sirve para que dé más de lo que verdaderamente sirve. En este sentido, la «conversión significa eliminar los obstáculos que se interponen entre Él y nosotros, entre su gracia y nosotros, y permitir que Su vida se instaure en nosotros… Vivir de Él y como Él es el fin del cristiano, hasta el punto de que puede decir con San Pablo: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20)».
¿Y qué frutos concretos espera el Señor de mí? Frutos de servicio y atención a los miembros de mi propia familia; frutos de perdón y reconciliación con quienes me han o he ofendido; frutos de solidaridad y caridad con los necesitados; frutos de generosidad con quien me pide cualquier tipo de ayuda; frutos de estudio y conocimiento de la propia fe para poder dar razón de ella a muchos; frutos de un apostolado lleno de entusiasmo.