"Hijos de Santa Ana"
II - El concilio de Éfeso
La nueva herejía no demoró en llegar a la Iglesia de Alejandría, gobernada desde el año 412 por el Patriarca San Cirilo. Decidido como siempre, no tardó en ponerse en acción para cortarle el paso. A la vez que expedía cartas a obispos, presbíteros y monjes reiterando la doctrina sobre la Encarnación del Verbo y la Maternidad Divina, cuidaba prudentemente de no hacer alarde de los errores y el nombre del hereje, pues, "movido de intensa caridad", insistía en "no permitir que nadie se proclamara más amante de Nestorio, que él mismo".6
A finales del año 429 le escribió mansamente por primera vez, advirtiéndole de los rumores que corrían en la región acerca de sus doctrinas y le pedía explicaciones sobre ello. No habiendo obtenido por respuesta sino una ácida invitación a la moderación cristiana, San Cirilo le expuso en una segunda misiva, con luminosa y sobrenatural clarividencia, el pensamiento universal de la Iglesia. Sin embargo, Nestorio no cedió y replicó con una nueva carta que contenía el elenco de sus ideas.
Roma entra en la disputa
En vista de la inutilidad de los recursos de los que disponía, a San Cirilo sólo le quedaba recurrir a Roma y así lo hizo, enviándole al Papa San Celestino I un documentado relato de la controversia con el Patriarca de Constantinopla, en el que figuraban textos de los sermones de Nestorio, acompañados por una síntesis de sus errores, como también un florilegio de textos patrísticos que sustentaban la verdadera doctrina y copias de las cartas que le había enviado al hereje.
Por su parte, Nestorio ya le había informado al Papa San Celestino I sobre la situación, aunque en términos estudiadamente ambiguos, con el objetivo de conquistar su favor.
Reconociendo el peligro que había, San Celestino convocó un sínodo en Roma, en agosto de 430, para tratar de este relevante asunto. Los escritos de Nestorio fueron cuidadosamente examinados, y confrontados con una larga serie de textos de los Padres de la Iglesia.7 Ante la evidencia de la herejía, la nueva doctrina fue condenada categóricamente.
De su propio puño el Papa le escribió a Nestorio ratificando las enseñanzas cristológicas de San Cirilo y advirtiéndole que incurría en excomunión si no se retractaba por escrito de sus errores en un plazo de diez días. Igualmente fueron enviadas cartas a los principales obispos de Oriente, al clero y al pueblo de Constantinopla con el fin de que "fuese conocida nuestra sentencia sobre Nestorio, es decir, la divina sentencia de Cristo sobre él",8 decía el texto.
Para ejecutarla en nombre del Sumo Pontífice fue designado el propio San Cirilo, quien convocó un sínodo en Alejandría y en nombre de esta asamblea escribió una nueva carta al heresiarca, exponiendo de manera bastante detallada la verdad católica sobre la Encarnación, y enumerando los doce errores de los que Nestorio debería adjurar por escrito, en el caso de que quisiera permanecer en el redil de la Iglesia. Era el tercer y último llamamiento que le hacía para su conversión.
Sin embargo, valiéndose de su influencia en la corte de Constantinopla, intentó obtener el apoyo del emperador, quien -para dirimir las contiendas y dudas y atender a diversos llamamientos- creyó oportuno convocar un concilio ecuménico. El Papa estaba de acuerdo con la decisión imperial y envió a sus legados, dándoles instrucciones muy precisas sobre la postura que deberían tomar ante los Padres conciliares: les recomendó que defendieran la primacía de la Sede Apostólica, que ejercieran el papel de jueces impolutos y que estuvieran siempre unidos al celoso Patriarca de Alejandría.
En aquella asamblea estaba en juego la Fe de la Iglesia respecto de este atributo esencial de María Santísima, y como subraya el historiador jesuita el P. Bernardino Llorca, "la situación era, en realidad, sumamente delicada. El Papa había dado ya la sentencia contra la doctrina de Nestorio, por lo cual el concilio no podía hacer otra cosa que proclamar esta declaración pontificia. Cualquiera otra conducta podría traer un cisma".9
El Concilio de Éfeso
Poco antes del 7 de junio de 431, fiesta de Pentecostés, iban llegando a Éfeso los representantes de las distintas Iglesias particulares. No obstante, el atraso de los legados pontificios y de algunos obispos, motivado por el largo y dificultoso viaje, posponía el comienzo de las sesiones, concurriendo para disminuir el ánimo de algunos Padres conciliares y causar cierta inseguridad en los demás.
Mientras tanto, Nestorio se afanaba por atraer hacia su doctrina a los incautos y desprevenidos, refiriéndose despectivamente a San Cirilo como "el egipcio". Entonces el
Patriarca de Alejandría decidió empezar el concilio sin más tardanzas, valiéndose de la autoridad que el Papa le había conferido, incluso antes de la llegada de los Padres romanos y sin prestar atención a las enfáticas quejas de la facción contraria.
La primera sesión conciliar
Se inició el 22 de junio con la proclamación del símbolo de Fe niceno
constantinopolitano. Nestorio, a pesar de que había sido convocado a estar presente, envió un mensaje diciendo que no comparecería mientras no llegasen todos los obispos. Sin embargo, el concilio continuó sus trabajos con la lectura de las doctrinas contenidas en el intercambio de cartas entre San Cirilo y el heresiarca. En la lectura de la defensa del Patriarca alejandrino estallaron prolongados y calurosos aplausos, siendo su misiva declarada ortodoxa y conforme al Concilio de Nicea, mientras que la de Nestorio fue reprobada como impía y contraria a la Fe católica. Los trabajos y estudios conciliares se completaron con la lectura de la sentencia consignada por el Papa en el sínodo de Roma y una larga serie de textos patrísticos consolidando la posición católica.
Infructíferos fueron los esfuerzos para reconducir a Nestorio a la casa paterna. A todos los que el concilio enviaba para intentar disuadirlo de su error los expulsaba groseramente de su presencia. En vano. Sobre él recayó el anatema: "Nuestro Señor,
Jesucristo, del que él ha blasfemado, ha definido por medio de este santo sínodo que el mismo Nestorio sea excluido de toda dignidad episcopal y de toda asamblea de obispos".10
Júbilo en la ciudad bendecida por el paso de María
Los fieles de Éfeso -ciudad en la cual, según la Tradición, María Santísima habría residido- exultaron al serles anunciada la sentencia definitiva reafirmando la doctrina de la maternidad divina. Todos acudieron a la Iglesia de Santa María al grito de "Theotokos!", a fin de festejar la decisión, como narra Pío XI en su encíclica conmemorativa del XV centenario del mencionado concilio: "El pueblo de Éfeso estaba asumido de tanta devoción y ardía de tanto amor por la Virgen Madre de Dios, que tan pronto como oyó la sentencia pronunciada por los Padres del concilio, los aclamó con alegre efusión de ánimo y, provisto de antorchas encendidas, en apretada muchedumbre los acompañaron hasta sus residencias. Y seguramente, la misma gran Madre de Dios, sonriendo con dulzura desde el Cielo ante tan maravilloso espectáculo, correspondió con corazón materno y con su benignísimo auxilio a sus hijos de Éfeso y a todos los fieles del mundo católico, perturbados por las insidias de la herejía nestoriana".11
Rebelión y confusión
Aún así, en una misiva dirigida al emperador, firmada por siete obispos más, Nestorio puso objeciones a su condenación. Junto con Juan -Patriarca de Antioquía, que no había llegado a tiempo de participar en el concilio- se reunió en conciliábulo con una minoría de obispos contrarios a la decisión de San Cirilo de iniciar los trabajos sin esperar a los que se retrasaron. Declararon depuestos de sus sedes episcopales a San Cirilo y a Memnon, Obispo de Éfeso, y exigieron de todos los demás obispos que se retractaran en lo que respecta a los doce anatemas. Sin embargo, esta reducida asamblea no trató de rehabilitar a Nestorio, pues Juan de Antioquía, aunque amigo suyo, le consideraba culpable de herejía.12
El emperador Teodosio II, confuso antes las noticias contradictorias que le llegaban de Éfeso, emitió un edicto en el que prohibía a los prelados que regresaran a sus ciudades antes de que fuera hecha una investigación sobre todo lo sucedido. La orden imperial llenó de regocijo al partido de los herejes, quienes se juzgaban bajo el amparo de la autoridad temporal y, en consecuencia, autorizados a tomar todo tipo de medidas arbitrarias. Éstas iban desde la tentativa de consagrar a un nuevo Obispo de Éfeso hasta el uso de la violencia física contra el pueblo sencillo, indignado con el rumbo
que habían tomado las cosas, e incluso contra algunos Padres conciliares. A pesar de eso, tales manifestaciones de prepotencia y de injusticia no durarían mucho.
La decisión final
Los legados pontificios finalmente llegaron a Éfeso, y el concilio, bajo la presidencia de San Cirilo, que representaba al Sumo Pontífice, inició su segunda sesión el 10 de julio. Los enviados papales llevaban una carta de San Celestino, fechada el mes de mayo, pidiendo a la magna asamblea que promulgase la sentencia proferida por el Sínodo romano contra el Patriarca de Constantinopla. Al ver claramente expresada la voluntad de Dios en la decisión pontificia, todos los obispos presentes exclamaron: "¡Éste es el justo juicio! A Celestino, nuevo Pablo, a Cirilo, nuevo Pablo, a Celestino custodio de la Fe, a Celestino concorde con el sínodo, a Celestino todo el concilio le da las gracias: un solo Celestino, un solo Cirilo, una sola Fe en el sínodo, una sola Fe en el mundo".13
Las actas de la primera sesión, tras ser examinadas y confirmadas, fueron leídas en público. Según los bellos términos de Rohrbacher, en esa segunda reunión se respiró "todo el perfume de la santa antigüedad: el espíritu de fe, de piedad, de santa cortesía; el espíritu de unión con el sucesor de Pedro; el espíritu de amor y de sumisión filial a su autoridad; en una palabra, el espíritu de la Iglesia Católica".14
En las sucesivas sesiones se trataron los casos de Juan de Antioquía y de otros disidentes, quienes habían sido convocados en tres ocasiones y en vista de su recusa a comparecer, fueron excomulgados. Igualmente se aprobaron seis cánones en los que no sólo se renovaba la condena a Nestorio, sino también la de algunos pelagianos.
Clausurado el concilio, el 31 de julio, quedaba definida para siempre la doctrina católica sobre la Santa Madre de Dios.
III - María es madre de la persona de Cristo
Hasta aquí hemos acompañado los dramáticos acontecimientos y el glorioso desenlace de esa histórica polémica. Ahora cabe preguntarnos cómo explicar esta verdad que nuestra Fe afirma y el sentido católico proclama en nuestros corazones: la maternidad divina de María Santísima.
¿Por qué quiso Dios tener una madre humana? Para abordar adecuadamente esta cuestión, empecemos por recordar un importante aspecto del plan divino para la Redención: Jesucristo, nuestro Señor, a pesar de que podía haber elegido otro medio para encarnarse juzgó "más conveniente formar de la misma raza vencida al hombre que había de vencer al enemigo del género humano".15 Así, de la misma forma que una mujer, por su desobediencia, había cooperado para la ruina de la humanidad, la obediencia de una Virgen cooperaría de forma decisiva para la Redención.
Ahora bien, cuando una mujer concibe a un hijo y lo alumbra, ella es madre de la persona que ha nacido, y no sólo de su cuerpo. Porque estando el alma y el cuerpo substancialmente unidos, ella engendra al ser humano completo, aunque el alma haya sido creada por Dios.
María era, por tanto, Madre de la Persona de Cristo. Y en la persona divina de Cristo estaban unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina, desde el primer momento de su ser. Por eso, concluye el Papa Pío XI, "si una es la Persona de Jesucristo, y ésta divina, sin ninguna duda María debe ser llamada por todos no solamente Madre de Cristo hombre, sino Madre de Dios, Theotokos".16La Virgen María no engendró a una persona humana a la que, después, se uniera el Verbo, como decía Nestorio, sino, por el contrario, fue el Verbo que "se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14).
La grandeza y profundidad de este atributo de Nuestra Señora fueron recientemente puestos de relieve por el Papa Benedicto XVI, cuando afirmaba: "Theotokos es un título audaz. Una mujer es Madre de Dios. Se podría decir: ¿cómo es posible? Dios es eterno, es el Creador. Nosotros somos criaturas, estamos en el tiempo. ¿Cómo podría una persona humana ser Madre de Dios, del Eterno, dado que nosotros estamos todos en el tiempo, todos somos criaturas?".
Y discurriendo hermosamente sobre el Misterio de la Encarnación, el Santo Padre responde: "Dios no permaneció en sí mismo: salió de sí mismo, se unió de una forma tan radical con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios; y, si hablamos de Él, siempre podemos también hablar de Dios. No nació solamente un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en él nació Dios en la tierra. [...] Dios quería nacer de una mujer y ser siempre él mismo: este es el gran acontecimiento".17
Le cupo al gran santo Cirilo -cuya fiesta se conmemora en este mes de marzo-, "invicto asertor y sapientísimo doctor de la divina maternidad de María virgen, de la unión hipostática en Cristo y del primado del Romano Pontífice",18 defender la verdadera doctrina en los tiempos de la primitiva Iglesia. Pidamos, pues, su intercesión para que comprendamos amorosamente el don infinito obtenido por María por su "fiat" en respuesta al pedido del Padre Eterno (cf. Lc 1, 38) y roguémosle a Ella que nos alcance la inestimable gracia de adorar a su divino Hijo por toda la eternidad.
Por el P. Ignacio Montojo, EP
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6 PÍO XII. Orientalis Ecclesiæ, n. 10.
7 LLORCA, op. cit., p. 529.
8 HERTLING, SJ, Ludwig. Historia de la Iglesia. Barcelona: Herder, 1989, p. 105.
9 LLORCA, op. cit., p. 528.
10 Dz 264.
11 PÍO XI. Lux Veritatis, c. III.
12 LLORCA, op. cit., p. 530.
13 Mansi, Conciliorum Amplissima Collectio, v. IV, c. 1007; Schwartz, Acta Conciliorum Oecumenicorum, l.c., IV, 1287, apud PIO XI. Lux veritatis, n. 1.
14 ROHRBACHER, op. cit., p. 477.
15 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica, III, q. 4, a. 6.
16 PIO XI, op. cit., ibídem.
17 BENEDICTO XVI. Meditación al comienzo de los trabajos del Sínodo de los Obispos, 11/10/2010.
18 PÍO XII, op. cit., n. 2.
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