Dios Padre, que con su sabiduría eterna y su amor infinito nos ha preparado el alimento, nos invita con insistencia a su banquete: «Vengan a comer de mi pan». Dios desea colmarnos de Vida y nos invita al banquete del cuerpo y sangre de su Hijo, signo del banquete escatológico prometido. Las fuerzas del cuerpo se agotan, la vida física decae, pero Cristo nos quiere dar otra vida: «el que come este pan vivirá para siempre». Sólo en la Eucaristía se contiene la vida verdadera y plena, la vida definitiva.
«El que come mi carne y bebe mi sangre». El realismo de esta frase es impresionante. El verbo griego usado aquí suele traducirse por "comer", del que es sinónimo, pero lo más probable es que aquí conserve su significado específico de "mascar", "roer", quizá para rechazar interpretaciones puramente espiritualistas o meramente simbólicas de estas palabras de Jesús. Igual que la norma tradicional para la cena del cordero pascual era que había que "masticarlo" bien. El realismo de "la carne y la sangre" habla también de la totalidad de la persona de Jesús bajo el aspecto de su corporalidad que se entrega al sacrificio; Jesús está verdaderamente presente en esa "carne" y esa "sangre": a Jesús se le recibe todo entero en la Eucaristía. El que come esa carne y bebe esa sangre no sólo toma una materia dotada de determinada fuerza, sino al mismo Jesús.
Los judíos entendieron perfectamente el lenguaje de Cristo en su sentido real: masticar su carne humana; pero lo rechazan y abandonan porque no comprendían cómo podía hacerse eso sin caer en canibalismo: «Este modo de hablar es intolerable, ¿Quién puede admitir esto?». Jesús, a pesar de su escándalo, no corrige lo que les ha dicho. Su Palabra no es verdadera porque sean muchos los que la acepten; ni es falsa porque sea rechazada por la mayoría.
Además, sólo alimentándonos de la Eucaristía podemos tener experiencia de la bondad y ternura de Dios «Gusten y vean qué bueno es el Señor». Pero, ¿cómo saborear esta bondad sin masticar la carne de Dios? Es increíble hasta dónde llega la intimidad que Cristo nos ofrece: hacerse uno con nosotros en la comunión, inundándonos con la dulzura y el fuego de su sangre derramada en la cruz.
Comer a Cristo es sembrar en nosotros la resurrección de nuestro propio cuerpo. Por eso, en la Eucaristía está todo: mientras. En comer a Cristo consiste la máxima sabiduría. Pero, no comerle de cualquier forma, con rutina o indiferencia; sino con ansia insaciable, con hambre de Dios, llorando de amor.
«El que me come vivirá por mí». Como el Padre comunica su vida al Hijo, así el que comulga vive gracias a Cristo. La comunión de vida que se establece entre Jesucristo y quien comulga es la meta de la comunión eucarística. Para ello se apela nada menos que a la comunión de vida entre el Padre y el Hijo. Ahora es cuando queda definitivamente claro qué es "el pan de la vida".
(P. Patricio Moraleda HSA)