sábado, 18 de agosto de 2012

DOMINGO XX - TIEMPO ORDINARIO

          Dios Padre, que con su sabiduría eterna y su amor infinito nos ha preparado el alimento, nos invita con insistencia a su banquete: «Vengan a comer de mi pan». Dios desea colmarnos de Vida y nos invita al banquete del cuerpo y sangre de su Hijo, signo del banquete escatológico prometido. Las fuerzas del cuerpo se agotan, la vida física decae, pero Cristo nos quiere dar otra vida: «el que come este pan vivirá para siempre». Sólo en la Eucaristía se contiene la vida verdadera y plena, la vida definitiva.
         «El que come mi carne y bebe mi sangre». El realismo de esta frase es impresionante. El verbo griego usado aquí suele traducirse por "comer", del que es sinónimo, pero lo más probable es que aquí conserve su significado específico de "mascar", "roer", quizá para rechazar interpretaciones puramente espiritualistas o meramente simbólicas de estas palabras de Jesús. Igual que la norma tradicional para la cena del cordero pascual era que había que "masticarlo" bien. El realismo de "la carne y la sangre" habla también de la totalidad de la persona de Jesús bajo el aspecto de su corporalidad que se entrega al sacrificio; Jesús está verdaderamente presente en esa "carne" y esa "sangre": a Jesús se le recibe todo entero en la Eucaristía. El que come esa carne y bebe esa sangre no sólo toma una materia dotada de determinada fuerza, sino al mismo Jesús.
           Los judíos entendieron perfectamente el lenguaje de Cristo en su sentido real: masticar su carne humana; pero lo rechazan y abandonan porque no comprendían cómo podía hacerse eso sin caer en canibalismo: «Este modo de hablar es intolerable, ¿Quién puede admitir esto?». Jesús, a pesar de su escándalo, no corrige lo que les ha dicho. Su Palabra no es verdadera porque sean muchos los que la acepten; ni es falsa porque sea rechazada por la mayoría.
          Además, sólo alimentándonos de la Eucaristía podemos tener experiencia de la bondad y ternura de Dios «Gusten y vean qué bueno es el Señor». Pero, ¿cómo saborear esta bondad sin masticar la carne de Dios? Es increíble hasta dónde llega la intimidad que Cristo nos ofrece: hacerse uno con nosotros en la comunión, inundándonos con la dulzura y el fuego de su sangre derramada en la cruz.
          Comer a Cristo es sembrar en nosotros la resurrección de nuestro propio cuerpo. Por eso, en la Eucaristía está todo: mientras. En comer a Cristo consiste la máxima sabiduría. Pero, no comerle de cualquier forma, con rutina o indiferencia; sino con ansia insaciable, con hambre de Dios, llorando de amor.
         «El que me come vivirá por mí». Como el Padre comunica su vida al Hijo, así el que comulga vive gracias a Cristo. La comunión de vida que se establece entre Jesucristo y quien comulga es la meta de la comunión eucarística. Para ello se apela nada menos que a la comunión de vida entre el Padre y el Hijo. Ahora es cuando queda definitivamente claro qué es "el pan de la vida".
(P. Patricio Moraleda HSA)

sábado, 11 de agosto de 2012

DOMINGO XIX - TIEMPO ORDINARIO

         Jesús sigue con su discurso y ofrece un pan que nos ayuda a vivir mejor. Es un alimento que nos cambia la existencia, porque viene del cielo y hace entrar en este mundo algo de la gloria del Padre Dios.
         Significa que hay otra vida diferente de la vida bilógica, y esa vida no se sostiene con cosas materiales, sino que necesita un alimento sobrenatural. Porque hay una dimensión de nuestra vida que se mantiene y crece con comida, medicamentos, respiración; hay otra dimensión de nuestra vida que se alimenta y se desarrolla gracias a los libros, el estudio, las clases. Pero hay una dimensión de nuestra vida, la más profunda, la sobrenatural, que depende directamente de la gracia de Dios, que sin esa gracia se debilita y va muriendo.
         Necesitamos la misma vida de Dios en lo profundo de nuestros corazones para que sean transformados por él. En esa dimensión de nuestro ser el verdadero alimento es la Palabra del Señor. Ya lo decía el libro del Deuteronomio: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palaba que sale de la boca de Dios” (Dt. 8. 3). En el fondo todos nos sentimos vacíos por dentro si no abrimos nuestro interior y dejamos que hable esa Palabra que trae vida nueva: “Yo enviare hambre sobre el país, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor” (Am. 8, 11). Quien se ha acostumbrado a meditar serenamente la Palabra de Dios, sabe lo que es ese deseo, el hambre espiritual de Dios, sabe lo que es ese deseo, el hambre espiritual de la fe. Pero si no hemos dejado brotar ese deseo, la Palabra de Dios no tendrá ningún valor para nosotros: “Deseen la leche pura de la Palabra, que los hará crecer para la salvación, ya que han gustado que bueno es el Señor”. (1 Ped. 2, 2 -3)
         Llama la atención algo que dice Jesús: “Quien come de este pan vivirá eternamente” (Jn. 6, 51). Jesús no se refiere a la vida biológica, porque todos los que han escuchado su Palabra y han creído en él, han murto. ¿Qué significa? Cuando el Evangelio nos dice que quien cree no muere, significa que unidos al Señor superamos nuestros límites humanos, saciamos nuestros deseos más profundos y nos liberamos de nuestros temores más terribles. Significa que hallamos una plenitud de vida que nadie nos puede quitar, ni siquiera la muerte. El que vive de la gracia de Dios experimenta la muerte como una transformación, y no como una destrucción o una final. El que muere con el amor de Dios en su corazón se lleva ese amor con él para siempre. Sus huesos quedan en el cementerio, per su alianza con Dios nunca jamás se acabará.
         Pero para que esto suceda tenemos que aceptar que Jesús nos alimente por dentro con la enseñanza del Padre, esa enseñanza que Jesús recibió de la intimidad que él tiene con el Padre: “Nadie ha visto al Padre, sino el que viene de Dios”. (Jn. 6, 46)
         Precisamente la falta de esos alimentos espirituales es lo que a veces nos lleva a sentir un vacío interior, una profunda angustia, un dolor íntimo.
(P. Patricio Moraleda HSA)

sábado, 4 de agosto de 2012

DOMINGO XVIII - T. O.


         Durante varios domingos seguidos se leen distintos trozos del capítulos 6 de san Juan. Allí se habla del “pan de vida”. En el Evangelio de hoy, luego de multiplicar los panes para alimentar a la gente, Jesús comienza du discurso sobre el tema del pan de vida.
         Con este discurso Jesús quiere llevar a la gente a otro nivel. Por eso les dice algo que parece muy duro: “Ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse. Trabajan, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna”. (Jn. 6, 26 -27)
         Jesús muestra así nuestra más cruda realidad: somos necesitados, y buscamos permanentemente saciar nuestras necesidades. Por eso corremos detrás de los puedan satisfacer nuestros deseos y nuestras carencias.
         Esos que buscan a Jesús no se habían dejado cautivar por su enseñanza. Simplemente habían descubierto que Jesús se preocupaba por ellos, los cuidaba y no les dejaba pasar necesidad. Entonces iban detrás  del que se compadecía realmente de sus angustias. Pero a Jesús no le interesa hacer el papel de repartidor gratuito. Él prefiere que a través de esos gestos suyos lleguen a los demás el mensaje del amor de Dios. Más allá de las palabras, más allá de las doctrinas, la forma que Jesús tenía de tratarlos les hablaba del amor de Dios. Esa era en realidad la respuesta más importante a sus necesidades, porque es una respuesta que devuelve la dignidad a las personas.
         Jesús no desprecia esa confianza necesitada, pero aprovecha la ocasión para evitar a esas personas agradecidas a pasar a un nivel más profundo. Hay otro pan, hay otro alimento, porque también hay un hambre diferente en el corazón humano, hay otra insatisfacción más profunda que busca ser colmada. Por eso Jesús concluye: “El que viene a mi jamás tendrá hambre”. (Jn. 6, 35).
         Pero par alcanzar ese alimento superior no es necesario  otro trabajo más que creer. Lo que hace falta es abrir el corazón con confianza: “La obra de Dios es que ustedes crean”. (Jn. 6, 29)
         Pidamos al Señor que no nos olvidemos de esas necesidades más profunda que solo con fe se pueden saciar. Pidámosle que no permita que la angustia de cada día y las urgentes nos lleven a olvidar las cosas más importantes y esenciales que solo Él nos puede dar.