Jesús sigue con su discurso y ofrece un pan que nos ayuda a vivir mejor. Es un alimento que nos cambia la existencia, porque viene del cielo y hace entrar en este mundo algo de la gloria del Padre Dios.
Significa que hay otra vida diferente de la vida bilógica, y esa vida no se sostiene con cosas materiales, sino que necesita un alimento sobrenatural. Porque hay una dimensión de nuestra vida que se mantiene y crece con comida, medicamentos, respiración; hay otra dimensión de nuestra vida que se alimenta y se desarrolla gracias a los libros, el estudio, las clases. Pero hay una dimensión de nuestra vida, la más profunda, la sobrenatural, que depende directamente de la gracia de Dios, que sin esa gracia se debilita y va muriendo.
Necesitamos la misma vida de Dios en lo profundo de nuestros corazones para que sean transformados por él. En esa dimensión de nuestro ser el verdadero alimento es la Palabra del Señor. Ya lo decía el libro del Deuteronomio: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palaba que sale de la boca de Dios” (Dt. 8. 3). En el fondo todos nos sentimos vacíos por dentro si no abrimos nuestro interior y dejamos que hable esa Palabra que trae vida nueva: “Yo enviare hambre sobre el país, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor” (Am. 8, 11). Quien se ha acostumbrado a meditar serenamente la Palabra de Dios, sabe lo que es ese deseo, el hambre espiritual de Dios, sabe lo que es ese deseo, el hambre espiritual de la fe. Pero si no hemos dejado brotar ese deseo, la Palabra de Dios no tendrá ningún valor para nosotros: “Deseen la leche pura de la Palabra, que los hará crecer para la salvación, ya que han gustado que bueno es el Señor”. (1 Ped. 2, 2 -3)
Llama la atención algo que dice Jesús: “Quien come de este pan vivirá eternamente” (Jn. 6, 51). Jesús no se refiere a la vida biológica, porque todos los que han escuchado su Palabra y han creído en él, han murto. ¿Qué significa? Cuando el Evangelio nos dice que quien cree no muere, significa que unidos al Señor superamos nuestros límites humanos, saciamos nuestros deseos más profundos y nos liberamos de nuestros temores más terribles. Significa que hallamos una plenitud de vida que nadie nos puede quitar, ni siquiera la muerte. El que vive de la gracia de Dios experimenta la muerte como una transformación, y no como una destrucción o una final. El que muere con el amor de Dios en su corazón se lleva ese amor con él para siempre. Sus huesos quedan en el cementerio, per su alianza con Dios nunca jamás se acabará.
Pero para que esto suceda tenemos que aceptar que Jesús nos alimente por dentro con la enseñanza del Padre, esa enseñanza que Jesús recibió de la intimidad que él tiene con el Padre: “Nadie ha visto al Padre, sino el que viene de Dios”. (Jn. 6, 46)
(P. Patricio Moraleda HSA)
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