"Hijos de Santa Ana"
JUAN 8, 1-11. "El que no tenga pecado que tire la primera piedra"
El evangelio de este V domingo, la
última semana de este tiempo de cuaresma, nos muestra el encuentro de Jesús con
la mujer descubierta en adulterio. Los enemigos de Jesús quieren ponerle una
trampa.
La mujer es una
pecadora pública. Ha sido sorprendida en su pecado. Y por ellos merece la
muerte. La pregunta de Jesús, por parte de quienes conocían la ley, es
superflua; ellos ya la habían condenado. Y la presenta a Jesús para ponerle en
un aprieto; Él se distinguía por su amistad con pecadores, pero en este caso
debería preferir la ley de Dios, que exigía “extirpar la maldad” del interior
del pueblo. (Dt. 22, 22)
La actitud de Jesús es significativa: no
niega la existencia del pecado de la mujer ni niega que tengan sus acusadores.
Pero no condena a la mujer pecadora, y se las ingenias para que los acusadores
descubran su propio pecado. Respeta la ley, pero opta por la persona que la ha
transgredido: no se opone a que se castigue el pecado, pero evita que se
castiguen solo los pecados públicos. Quien por estar contra el pecado condena
al pecador, debe condenar a todo el que peque, incluyéndose a sí mismo. No se
combate bien el mal solo si se ve, únicamente en los otros; el pecado sigue
siendo un mal, aunque se oculte.
Y lo más sorprendente es que Jesús no disculpe
a la mujer no disimule su falta. Para concederle una nueva oportunidad, no ha
necesitado oír sus excusas ni siquiera su confesión. Para perdonar, Jesús no
necesita comprender la razón del pecado ni las razones del pecador. De esta
forma, su perdón es más gratuito, porque no ha sido perdido ni era esperado. La
disposición de Jesús al perdón no dependió ni de la vergüenza pública de la
pecadora ni de la sinceridad de su arrepentimiento.
Solo al final, cuando solo él podía
condenarla, pues sus acusadores habían desaparecido, le recomendará que no
vuelva al pecado; librándola del castigo merecido, le da una nueva oportunidad;
no le importa el pecado pasado, si es el último.
Así de generosos es nuestro Dios. Con Él
siempre tenemos una nueva oportunidad; no le importará que nuestras faltas sean
tan evidentes que nadie, ni Él mismo pueda negarlas; no le importará que todos,
y con razón, se nos hayan echado encima, dada la evidencia de nuestra mala
vida. En Él tenemos el mejor abogado, la defensa mejor, el indulto seguro y
asegurado, el olvido permanente. Él saldrá en nuestra defensa cuando todos nos
echen en cara nuestras faltas; sabrá cómo olvidarse de nuestros pecados,
incluso cuando nosotros no podamos negarlo; querrá acogernos cuando los demás
nos quieran abandonar. Sabrá como liberarnos de nuestros acusadores y, lo que
es más decisivo, de nuestro pecado. Con un Dios así, ante quien no prevalecen
nuestras faltas tanto cuanto su deseo de que no las repitamos, nos está
prohibido el temor a nuestro mal. Es Él lo único que no podemos perder, son que
queremos perdernos del todo.
Si de verdad lo creemos así, ¿a qué
viene el que no nos sintamos con fuerza para confesarle nuestras infidelidades?
¿por qué tanto rubor en declararnos públicamente pecadores, si tenemos por
seguro el perdón público y la defensa con nuestros acusadores? Si nos faltan
ánimos para buscar el perdón de Dios, es que nos falta fe en su voluntad de
perdonarnos. Si acudimos raramente a Él, si son solo nuestras necesidades las
que nos llevan, casi a rastras, hacía Él, es porque pedimos de Él una limosna
cuando podríamos tener la herencia.
¿Qué fuerza necesitaba esta mujer para
abandonar el adulterio? ¿Qué poder necesitamos nosotros para salir de nuestros
pecados, por muy grandes que sean? La respuesta viene de san Pablo: “A causa de
Cristo, ya nada tiene valor para mí y todo lo considero basura mientras trato
de ganar a Cristo y encontrarme en Él”. Cristo es rico en misericordia, riqueza
que será nuestra por medio del arrepentimiento.
En el primer domingo de cuaresma el
demonio quiso convencer a Jesús que convirtiera unas piedras en pan. En cada
misa Jesús cambia el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. Él no nos ofrece
piedras sino su cuerpo entregado por nosotros y su sangre derramada para el
perdón de los pecados. La eucaristía nos muestra que no hay razón para temer
presentarnos ante Jesús y confesar nuestros pecados en el sacramento de la
penitencia. Jesús no lanza piedras.
Una última reflexión:
¡Que distinto es el remordimiento del
arrepentimiento! el remordimiento es la conciencia del mal realizado. Puede
llegar a ser destructivo (cuanta gente ha caído en el alcoholismo o incluso en
el suicidio porque no soportaban esa voz de la conciencia). El arrepentimiento,
en cambio, es positivo. Como la mujer adúltera, vemos nuestros pecados. Pero
más allá de él vemos a Jesús, su amor y la posibilidad real de cambiar de vida.
¡Vete y no peques más! La mujer se fue contenta, su vida había cambiado;
Jesucristo había trasformado su corazón.
Pregúntate:
¿has aprovechado
bien esta cuaresma para acercarte a Dios?
¡Recuerda! La Gracia
de Dios actúan en ti, pero eres tú, como habíamos visto en la parábola del hijo
prodigo, quien decide el cambio, dentro en sí mismo y se decidió por regresar a
la casa de su padre. La gracia de Dios presupone la voluntad de cambiar, de
dejar atrás al hombre viejo y ser el hombre nuevo, como nos dice san Pablo.