lunes, 4 de marzo de 2013

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

"Hijos de Santa Ana"
 
        La lectura del evangelio,  de este III domingo de cuaresma, nos invita a redescubrir que Dios no solo es misericordioso, sino también paciente en su misericordia, que no es un acto aislado en la voluntad de Dios, que quiere salvar.
        Jesús toma las noticias del día, como tantas veces, trágicas, para lanzar una llamada fuerte, encarecida, a la conversión personal. Es fácil escandalizarse de las cosas que pasan a nuestro alrededor, pero tenemos de aprender de Jesús, a leerlas como llamada personal que Dios nos dirige.
        Nos llama la atención que, siendo Jesús galileo, no defienda a sus paisanos ni a criticar al cruel gobernador Pilatos. Más bien los vincula al accidente que acaba de costar la vida a dieciocho personas en Jerusalén, para centrar la atención no en estos hechos, sino en la necesidad de conversión.
        A Jesús la interesa, sin desmerecer la gravedad de los hechos, hacer una invitación a un verdadero arrepentimiento de su auditorio. Así muestra el evangelista cuales son las verdaderas prioridades y puntos de vista de Jesús.
                De estos hechos toma pie Jesús para ofrecer, en la parábola, una llamada urgente a la conversión del mismo pueblo de Dios. Como se ha concedido a la higuera una última oportunidad, así sigue vigente la invitación de Jesús al arrepentimiento durante el corto periodo de paciente gracia, que precede al definitivo juicio de Dios. Es nuestra última oportunidad.
         Jesús no pretende asustarnos. Pasajes como este son incómodos de meditar, porque a menudo los tomamos como una amenaza, y nos parece que no corresponden con un Dios que es misericordia y amor. Jesús quiere ayudarnos a mirar la realidad.
        Abrirnos a la verdad. Cuando confundimos la misericordia divina con un “mirar para otro lado”, hacer la vista gorda; cuando vemos al Padre del cielo como una especie de maestro bonachón, dispuesto a dar, después de todo, una aprobación general, estamos haciendo una caricatura de la misericordia de Dios.
         Jesús no ha venido a asustarnos, sino a anunciarnos que, para todos los hombres, para todos los pecadores, es posible hallar salvación. Necesitamos abrir los ojos, darnos cuenta de la gravedad de nuestra situación de pecado, convertirnos a él, para que él nos pueda dar su salvación. En esta página, como siempre, Jesús anuncia el auténtico evangelio, al que se accede por medio de la conversión.
 La parábola de la higuera pone ante nosotros la paciencia de Dios. Para Dios todo tiene su tiempo, como para el dueño de la viña, que durante tres años, esperó. Dios no se apresura, como nosotros, que a veces no sabemos respetar los procesos de las personas, la maduración, el momento oportuno...
               Incluso más allá de lo que sería razonable, la paciencia de Dios aguarda un año más, a petición del viñador. Dios no quiere la tala, sino que quiere el fruto.
 Dios quiere la salvación. Aunque sabe que la higuera que no da fruto, perjudica a la tierra, que el pecador que no se convierte, está dañando a sus hermanos con su mal ejemplo, y que muchos se escandalizan ante esta aparente permisividad del mal por parte de Dios.
 En este tiempo de Cuaresma no podemos perder de vista que además de esforzarnos por abandonar nuestros vicios y rechazar el pecado, la conversión que el Señor quiere de nosotros consiste asimismo en dar fruto: «La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos» (Jn 15,8). Esos frutos son las obras buenas.
                       Así como los frutos de una higuera son concretos, visibles, así también deben ser los frutos en nuestra vida cristiana: deben ser concretos, visibles a los demás. No se trata ciertamente de buscar ser reconocidos, apreciados, aplaudidos, enaltecidos por los frutos de las buenas obras, sino que se trata de que muchos al ver tus buenas obras «glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). No se trata de alimentar la vanidad buscando que por tus obras seas alabado, sino de señalar siempre humildemente el origen de todo lo bueno que tú puedes hacer: Dios.
                         Usando la imagen agrícola del Señor, podemos decir que todo esfuerzo por despojarnos de los vicios (Col 3,9-10) y cortar las conductas pecaminosas que nos impiden dar frutos de santidad se compara a la poda. Al podar un árbol se le despoja de todo aquello que consume inútilmente el vigor que necesita para dar mucho y buen fruto.
                           Podar un árbol es quitarle algo que no sirve para que dé más de lo que verdaderamente sirve. En este sentido, la «conversión significa eliminar los obstáculos que se interponen entre Él y nosotros, entre su gracia y nosotros, y permitir que Su vida se instaure en nosotros… Vivir de Él y como Él es el fin del cristiano, hasta el punto de que puede decir con San Pablo: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20)».
¿Y qué frutos concretos espera el Señor de mí? Frutos de servicio y atención a los miembros de mi propia familia; frutos de perdón y reconciliación con quienes me han o he ofendido; frutos de solidaridad y caridad con los necesitados; frutos de generosidad con quien me pide cualquier tipo de ayuda; frutos de estudio y conocimiento de la propia fe para poder dar razón de ella a muchos; frutos de un apostolado lleno de entusiasmo.


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