"Hijos de Santa Ana"
El cuarto domingo nos presenta una de las parábolas
más hermosas, a mi parecer, la del hijo prodigo, una parábola bastante
comentada en la cual, hoy los estudiosos están de acuerdo que el protagonista
no es el hijo sino el padre.
El padre es Dios, que continuamente nos ofrece su
gracia, su misericordia y su perdón frente a las rebeldías del hombre. Dios
asume lo humano para liberarlo y salvarlo. Sin la gracia que brota del corazón
Dios no hay posibilidad alguna de conversión. El hombre sin Dios no puede nada,
con Dios todo. Dios como nos dice la parábola nos pide una y otra vez el
regreso a la fe. No le importa nuestras embarradas, sino nuestro
arrepentimiento y conversión sincera. Lo dice el mismo Jesús “no he venido a
condenar sino a salvar…”
Lucas,
nos muestra la alegría incontenible del padre cuando el hijo pródigo regresó a
su hogar. La insistencia del padre en que se organice un banquete para celebrar
el regreso de su hijo perdido nos debería llenar de valor para preparar nuestra
confesión cuaresmal confiando mucho en la misericordia de Dios.
Precisamente
la cuaresma es tiempo apropiado para
celebrar este sacramento.
El
arrepentimiento del hijo menor es nuestro modelo. Después de malgastar su
herencia. Se dio cuenta de su equivocación, abandonó su vida disoluta y tomó el
camino de regreso a la casa de su padre. Se preparó bien para confesar al padre
sus pecados y para arrepentirse de ellos. Es importante lo que nos dice Lucas:
“tomo la decisión de cambiar de vida”.
En la
Iglesia del primer milenio, las personas confesaban sus pecados al obispo el
miércoles de ceniza, recibían la túnica penitencial, se les rociaba ceniza en
la cabeza y se les inscribía en el libro de los penitentes. El obispo imponía
la penitencia, más como medicina que como castigo, que ellos debían cumplir
durante la cuaresma. Era la forma litúrgica
de curar la enfermedad del pecado y no un castigo por el crimen
cometido. Esa penitencia asumía el espíritu del padre del hijo prodigo.
La
penitencia era según el pecado cometido. A los egoístas y avaros se les pedía
dar limosna a los pobres. A los glotones y parranderos se les imponía
penitencias de ayuno y abstinencia. A los que faltaban a los compromisos con
Dios, se los hacía entrar en tiempos de oración.
Esas
penitencias se proponían lograr un
cambio de corazón en las personas. En un servicio litúrgico especial, los
penitentes recibirán la absolución del obispo la mañana del jueves santo y por
la tarde participaban en la celebración de la misa vespertina de la Última
Cena.
Hoy el
orden del sacramento está invertido confesamos primero los pecados, recibimos
la absolución y cumplimos después la penitencia. Podemos aprender algo de esta
práctica de la Iglesia del primer milenio: tenemos que hacer penitencia mucho
antes de acercarnos al sacerdote para confesar los pecados y recibir una penitencia oficial. Deberíamos aprovechar toda la cuaresma para cambiar de
vida.
Y el
primer paso sería examinar la conciencia para darnos cuenta de cómo estamos
viviendo nuestra vida. Tenemos que ser
honestos con nosotros mismo como lo hizo el hijo prodigo sobre lo que hemos hecho y ver en que hemos
faltado con relación a Dios y a nuestros hermanos. Preguntémonos hacía donde se
dirige nuestros pasos.
Si
vivimos con sinceridad la cuaresma como tiempo de un cambio profundo de seguro
al final de este tiempo escucharemos la voz de nuestro Padre Dios que nos dirá:
“Celebremos porque
mis hijos han regresado a casa”.
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