"Hijos de Santa Ana"
Evangelio según san Lucas 19, 1-10.
"El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido"
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.» Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Jesús le contestó: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahám.
Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»
REFLEXIÓN.
"Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas” (Sal 145, 10-11) (…).
El fragmento
del Evangelio de San Lucas, que la liturgia nos propone para meditar en el
trigésimo primer domingo durante el año, recuerda el episodio que tuvo lugar
mientras Jesús estaba atravesando la ciudad de Jericó. Fue un acontecimiento
tan significativo que, aunque ya lo sabemos de memoria, es preciso meditar otra
vez con atención en cada uno de sus elementos.
Zaqueo era no
solo un publicano –igual que lo había sido Leví, después el apóstol Mateo–,
sino un “jefe de publicanos”, y era muy “rico”. Cuando Jesús pasaba cerca de su
casa, Zaqueo, a toda costa, “hacía por ver a Jesús” (Lc 19, 3), y para ello,
por ser pequeño de estatura, ese día se subió a un árbol (el Evangelista dice
“a un sicómoro”), “para verle” (Lc 19, 4).
Cristo vio de
este modo a Zaqueo y se dirigió a él con las palabras que nos hacen pensar
tanto. Efectivamente, Cristo no solo le dio a entender que le había visto sobre
el árbol (a él, jefe de publicanos, por lo tanto, hombre de una cierta
posición), sino que además manifestó ante todos que quería “hospedarse en su
casa” (cf Lc 19, 5). Ello suscitó alegría en Zaqueo y, a la vez, murmuraciones
entre aquellos a quienes, evidentemente, no agradaban estas manifestaciones de
las relaciones del Maestro de Nazaret con “los publicanos y pecadores”.
Esta es la
primera parte de la perícopa, que merece una reflexión. Sobre todo, es
necesario detenerse en la afirmación de que Zaqueo “hacía por ver a Jesús” (Lc
19, 3). Se trata de una frase muy importante que debemos referir a cada uno de
nosotros aquí presentes, más aún, indirectamente, a cada uno de los hombres.
¿Quiero yo “ver a Cristo”? ¿Hago todo para “poder verlo”?
Este problema,
después de dos mil años, es tan actual como entonces cuando Jesús atravesaba
las ciudades y los poblados de su tierra. Es el problema actual para cada uno
de nosotros personalmente. ¿Quiero yo ver a Cristo? ¿Quiero verdaderamente? ¿O
quizás, más bien, evito el encuentro con él? ¿Prefiero no verlo, o prefiero que
él no me vea, al menos a mi modo de pensar y de sentir? Y si ya lo veo de algún
modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome demasiado, no
poniéndome ante sus ojos, para no llamar la atención demasiado…, para no tener
que aceptar toda la verdad que hay en él, que proviene de él, de Cristo?
Esta es una
dimensión del problema que encierran las palabras del Evangelio de hoy sobre
Zaqueo. Pero hay también una dimensión social. Tiene muchos círculos, pero
quiero situar esta dimensión en el círculo concreto de vuestra parroquia. Efectivamente,
la parroquia, es decir, una comunidad viva cristiana, existe para que
Jesucristo sea visto constantemente en los caminos de cada uno de los hombres,
de las personas, de las familias, de los ambientes, de la sociedad. Y vuestra
parroquia (…), ¿hace todo lo posible para que el mayor número de hombres
“quiera ver a Cristo Jesús” como Zaqueo? Y además, ¿qué más podría hacer para
esto?
Detengámonos
en estas preguntas. Más aún, completémoslas con las palabras de la oración que
encontramos en la segunda lectura de la Misa, tomada de la Carta de San Pablo a
los Tesalonicenses: Hermanos: “Siempre rezamos por vosotros, para que nuestro
Dios os haga dignos de la vocación y con toda eficacia cumpla todo su bondadoso
beneplácito y la obra de vuestra fe, y el nombre de nuestro Señor Jesús sea
glorificado en vosotros y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del
Señor Jesucristo” (2Ts 1, 11-12).
Es decir
–hablando con el lenguaje del pasaje evangélico de hoy–, oremos para que
vosotros “procuréis ver a Cristo” (cf Lc 19, 3), para que vayáis a su encuentro
como Zaqueo; y que, si sois pequeños de estatura, subáis, por este motivo, a un
árbol.
Y Pablo
continúa desplegando su oración, pidiendo a los destinatarios de su carta que
no se dejen demasiado fácilmente confundir y turbar por supuestas inspiraciones
(cf 2Ts 2, 2). ¿Por qué “inspiraciones”? Acaso sencillamente por las
“inspiraciones de este mundo”. Digámoslo con lenguaje de hoy: por una oleada de
secularización e indiferencia respecto de los mayores valores divinos y
humanos. Después dice Pablo: “Ni por palabras”. Efectivamente, no faltan hoy
las palabras que tienden a “confundir” o a “turbar” a los cristianos.
Zaqueo no se
dejó confundir ni turbar. No se asustó de que la acogida de Cristo en la propia
casa pudiese amenazar, por ejemplo, su carrera profesional o hacerle difíciles
algunas acciones ligadas con su actividad de jefe de publicanos. Acogió a
Cristo en su casa y dijo: “Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si
a alguien he defraudado en algo, le devuelvo cuatro veces más” (Lc 19, 8).
En este punto
se hace evidente que no solo Zaqueo “ha visto a Cristo”, sino que al mismo
tiempo, Cristo ha escrutado su corazón y su conciencia; lo ha radiografiado
hasta el fondo. Y he aquí que se realiza lo que constituye el fruto propio de
la apertura del corazón, se realiza la conversión, se realiza la obra de la
salvación. Lo manifiesta el mismo Cristo cuando dice: “Hoy ha venido la salud a
esta casa, por cuanto también este es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre
ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 9-10). Y esta es una
de las expresiones más bellas del Evangelio.
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