"Hijos de Santa Ana"
Evangelio
según san Lucas 20, 27-38.
“No es Dios de muertos,
sino de vivos”
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»
REFLEXIÓN.
La gran
lección que el Señor nos ofrece en el evangelio de hoy es la certeza de la
resurrección. Anticipa, por tanto, su propia experiencia de vivir en plenitud
al dejar este mundo en la respuesta rotunda que da a los saduceos cuando le
preguntan qué sucederá después de morir. La resurrección del Señor es solidaria
y anticipa nuestra propia resurrección.
La idea
central del texto del evangelio que leemos es: ”Dios no es de muertos sino de
vivos, porque para Él todos viven” (Lc. 20, 38). Las palabras de Jesús nos
llenan de optimismo y alegría. La partida hacia la eternidad no es a un vacío
sin sentido, a una nada absoluta, sino al encuentro con Dios que nos acoge con
sus brazos de misericordia y perdón y con aquellos hermanos y amigos nuestros
que nos precedieron en el signo de la fe, que confiaron igualmente en Dios, y
que ahora descansan en el sueño de la paz.
La forma de
vivir “el más allá” es un misterio inabordable para la mente humana. Sin
embargo, eso no nos debe preocupar mucho y menos angustiar. Debemos vivir a
plenitud en el presente porque el Dios verdadero es siempre fuente y defensa de
la vida. No es un Dios destructor, sino un Dios que crea la vida, la sostiene y
la lleva a su plenitud.
Para alcanzar
la vida eterna debemos permanecer en este mundo como si ya la viviéramos, en
estado permanente de encuentro vivencial con el Señor resucitado. Relativizar
nuestros miedos, dominar nuestras angustias, revitalizar la esperanza, serán
actitudes fundamentales que deberemos tener presente para que el Señor de la
Vida influya decisivamente con su gracia y espíritu. Luchar contra la cultura
de la muerte, defender la vida desde el instante de la concepción hasta que el
Señor nos llame son también llamadas de atención a la luz del mensaje que el
Señor nos exhorta en el evangelio.
Frente a la
angustia de quien no ve sentido ni salida a esta vida; frente a la forma de
vivir de quienes piensan que la muerte cierra el paso a la vida, los cristianos
tenemos que testimoniar la certeza y la esperanza de la vida con Dios tanto en
el presente como en la eternidad.
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