sábado, 9 de marzo de 2013

DOMINGO IV DE CUARESMA

"Hijos de Santa Ana"
 
 Lucas, 15, 1-3. 11-32. "Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida"
        El cuarto domingo nos presenta una de las parábolas más hermosas, a mi parecer, la del hijo prodigo, una parábola bastante comentada en la cual, hoy los estudiosos están de acuerdo que el protagonista no es el hijo sino el padre.
El padre es Dios, que continuamente nos ofrece su gracia, su misericordia y su perdón frente a las rebeldías del hombre. Dios asume lo humano para liberarlo y salvarlo. Sin la gracia que brota del corazón Dios no hay posibilidad alguna de conversión. El hombre sin Dios no puede nada, con Dios todo. Dios como nos dice la parábola nos pide una y otra vez el regreso a la fe. No le importa nuestras embarradas, sino nuestro arrepentimiento y conversión sincera. Lo dice el mismo Jesús “no he venido a condenar sino a salvar…”
         Lucas, nos muestra la alegría incontenible del padre cuando el hijo pródigo regresó a su hogar. La insistencia del padre en que se organice un banquete para celebrar el regreso de su hijo perdido nos debería llenar de valor para preparar nuestra confesión cuaresmal confiando mucho en la misericordia de Dios.
         Precisamente la cuaresma es tiempo  apropiado para celebrar este sacramento.
         El arrepentimiento del hijo menor es nuestro modelo. Después de malgastar su herencia. Se dio cuenta de su equivocación, abandonó su vida disoluta y tomó el camino de regreso a la casa de su padre. Se preparó bien para confesar al padre sus pecados y para arrepentirse de ellos. Es importante lo que nos dice Lucas: “tomo la decisión de cambiar de vida”.
         En la Iglesia del primer milenio, las personas confesaban sus pecados al obispo el miércoles de ceniza, recibían la túnica penitencial, se les rociaba ceniza en la cabeza y se les inscribía en el libro de los penitentes. El obispo imponía la penitencia, más como medicina que como castigo, que ellos debían cumplir durante la cuaresma. Era la forma litúrgica  de curar la enfermedad del pecado y no un castigo por el crimen cometido. Esa penitencia asumía el espíritu del padre del hijo prodigo.
         La penitencia era según el pecado cometido. A los egoístas y avaros se les pedía dar limosna a los pobres. A los glotones y parranderos se les imponía penitencias de ayuno y abstinencia. A los que faltaban a los compromisos con Dios, se los hacía entrar en tiempos de oración.
         Esas penitencias se proponían  lograr un cambio de corazón en las personas. En un servicio litúrgico especial, los penitentes recibirán la absolución del obispo la mañana del jueves santo y por la tarde participaban en la celebración de la misa vespertina de la Última Cena.
         Hoy el orden del sacramento está invertido confesamos primero los pecados, recibimos la absolución  y cumplimos después  la penitencia. Podemos aprender algo de esta práctica de la Iglesia del primer milenio: tenemos que hacer penitencia mucho antes de acercarnos al sacerdote para confesar los pecados y recibir  una penitencia oficial. Deberíamos  aprovechar toda la cuaresma para cambiar de vida.
         Y el primer paso sería examinar la conciencia para darnos cuenta de cómo estamos viviendo  nuestra vida. Tenemos que ser honestos con nosotros mismo como lo hizo el hijo prodigo  sobre lo que hemos hecho y ver en que hemos faltado con relación a Dios y a nuestros hermanos. Preguntémonos hacía donde se dirige nuestros pasos.
         Si vivimos con sinceridad la cuaresma como tiempo de un cambio profundo de seguro al final de este tiempo escucharemos la voz de nuestro Padre Dios que nos dirá: Celebremos porque mis hijos han regresado a casa”.


No hay comentarios: