domingo, 10 de noviembre de 2013

Domingo XXXIII del tiempo ordinario C

"Hijos de Santa Ana"

Evangelio según san Lucas 20, 27-38.

“No es Dios de muertos, sino de vivos”

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»

REFLEXIÓN.


La gran lección que el Señor nos ofrece en el evangelio de hoy es la certeza de la resurrección. Anticipa, por tanto, su propia experiencia de vivir en plenitud al dejar este mundo en la respuesta rotunda que da a los saduceos cuando le preguntan qué sucederá después de morir. La resurrección del Señor es solidaria y anticipa nuestra propia resurrección.
La idea central del texto del evangelio que leemos es: ”Dios no es de muertos sino de vivos, porque para Él todos viven” (Lc. 20, 38). Las palabras de Jesús nos llenan de optimismo y alegría. La partida hacia la eternidad no es a un vacío sin sentido, a una nada absoluta, sino al encuentro con Dios que nos acoge con sus brazos de misericordia y perdón y con aquellos hermanos y amigos nuestros que nos precedieron en el signo de la fe, que confiaron igualmente en Dios, y que ahora descansan en el sueño de la paz.
La forma de vivir “el más allá” es un misterio inabordable para la mente humana. Sin embargo, eso no nos debe preocupar mucho y menos angustiar. Debemos vivir a plenitud en el presente porque el Dios verdadero es siempre fuente y defensa de la vida. No es un Dios destructor, sino un Dios que crea la vida, la sostiene y la lleva a su plenitud.
Para alcanzar la vida eterna debemos permanecer en este mundo como si ya la viviéramos, en estado permanente de encuentro vivencial con el Señor resucitado. Relativizar nuestros miedos, dominar nuestras angustias, revitalizar la esperanza, serán actitudes fundamentales que deberemos tener presente para que el Señor de la Vida influya decisivamente con su gracia y espíritu. Luchar contra la cultura de la muerte, defender la vida desde el instante de la concepción hasta que el Señor nos llame son también llamadas de atención a la luz del mensaje que el Señor nos exhorta en el evangelio.
Frente a la angustia de quien no ve sentido ni salida a esta vida; frente a la forma de vivir de quienes piensan que la muerte cierra el paso a la vida, los cristianos tenemos que testimoniar la certeza y la esperanza de la vida con Dios tanto en el presente como en la eternidad.

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