"Hijos de Santa Ana"
Lucas 2, 41-52.
Existe una ley
metida en nuestras mismas entrañas, una ley natural que nos inclina a respetar
y a querer a los que nos dieron la vida, a los que nos llevaron en sus brazos
cuando no sabíamos andar, a los que nos proporcionaron aun antes de nacer tanto
cariño y tanto desvelo.
Una ley que, sin embargo, se
olvida a veces. Por eso Dios ha querido confirmarla con su propia ley. Y así el
primero de los mandamientos que miran al bien del prójimo está dedicado a los
padres.
San Pablo, escribiendo a los
efesios, les dice: "Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es de
justicia. Honra a tu padre y a tu madre -que es el primer mandamiento con
promesa- para que seáis felices y tengáis larga vida sobre la tierra".
Y el libro de Sirácides que
hoy leemos nos anima a cumplir este mandamiento: "El que honra a su padre se
alegrará de sus hijos y cuando rece será escuchado...".
Somos tan amigos de la
independencia que nos cuesta el depender de alguien. Hay como un loco afán de
libertad mal entendida, un deseo incontenible de vivir cada uno como se le da
la regalada gana. La rebeldía, tantas veces sin causa, se ha puesto de moda...
El autor inspirado por Dios
insiste en señalar ese deber sagrado de honrar a los padres mientras vivan. Es
un deber perenne, un deber que no termina nunca. Porque ni aun cuando mueran se
pueden olvidar los hijos de sus padres. También entonces hay que honrar su
memoria, rezar por ellos.
"No los abandones mientras
vivas, aunque flaquee su mente, ten indulgencia, no lo abochornes...". Qué problema tan dramático el de
los padres abandonados, olvidados, relegados en el último rincón, echados de
casa, metidos con engaños en asilos o residencias de ancianos, con grandes
dificultades para encontrarles sitio por estar todo lleno. Y es ahora, cuando
difícilmente se pueden valer por sí mismos, cuando más necesitan cariño,
comprensión, calor de hogar.
Los viejos nos estorban, no
nos sirven para nada, son muebles inútiles, son causa de riñas y discusiones
entre los esposos, no hacen otra cosa que dar trabajo. Se ponen malhumorados,
insoportables con sus rarezas. Y cada vez hay más viejos... Así podríamos
pensar, con fría crueldad.
Sin embargo, la ancianidad,
podemos decir, es la cumbre nevada y majestuosa de toda vida de lucha y de ilusiones.
La vejez es la etapa última de nuestro correr hacia la eternidad... Dios nos
dice: "La limosna del padre no se olvidará. Será tenida en cuenta para
pagar tus pecados; el día del peligro se acordará de ti y deshará tus pecados
como el calor la escarcha".
Hoy,
mejor que nunca, sabemos que no son los papeles, ante el juzgado o ante el
altar, los que garantizan la vida estable de una familia. Los papeles se
rompen, o se anulan, o simplemente se les ignora. Realmente, lo que hace que
una familia dure es que dure el amor.
Hoy
día hemos perdido, sobre todo los jóvenes, el respeto que había antaño a lo
legalmente establecido. El joven de hoy no suele hacer las cosas por el simple
hecho de que así estén establecidas. Quiere sentirse libre ante cualquier clase
de autoridad secular o religiosa.
Hace
lo que cree que realmente es mejor para él en cada momento. Esto hace que la
familia actual sea socialmente más frágil y más inestable que la familia
tradicional. En este contexto, sólo el amor puede salvar a la familia. Por eso,
cuando hablamos de familia debemos hablar más de amor que de papeles o de
requisitos legales.
A
mayor libertad se exige mayor compromiso y el compromiso libre y responsable de
formar una familia sólo puede sostenerse y cimentarse en un verdadero amor.
Que, por supuesto, es mucho más que el enamoramiento o la pasión. El matrimonio
cristiano, de hecho, sólo puede cimentarse en el amor cristiano.
Difícilmente
se puede poner remedio a los déficits de educación del hogar. Todo aquello que
no se aprende en casa tampoco se aprende fuera, si no es con gran dificultad.
Jesús vivía y aprendía con naturalidad en el hogar de Nazaret las virtudes que
José y María ejercían constantemente: espíritu de servicio a Dios y a los
hombres, piedad, amor al trabajo bien hecho, solicitud de unos por los otros,
delicadeza, respeto, horror al pecado... Los niños, para crecer como
cristianos, necesitan testimonios y, si éstos son los padres, esos niños serán
afortunados.
Un
punto más para nuestra reflexión:
El poeta Khalil Gibran expresó
esta idea en un bello poema que habla de los hijos. Dirigiendo sus palabras a
los padres, Gibran dice: “Tus hijos no son tus hijos, son hijos e
hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti y
aunque estén contigo no te pertenecen.”
Esta Fiesta de la Sagrada Familia recuerda a los hijos
que, como Jesús, deben centrar su atención en Dios y al mismo tiempo respetar y
honrar a los padres que Dios les dio. Y a los papás les recuerda que, citando a
Gibran, ustedes son el arco del cual, sus hijos como flechas vivas son
lanzados. Por tanto, dejen que la inclinación en su mano de arquero sea para la
felicidad de sus hijos.
MEDITA Y
RESPONDE:
¿Cómo vivo mi relación con mi
propia familia, con mi comunidad parroquial, con la Iglesia?
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