domingo, 7 de octubre de 2012

DOMINDO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO

"Hijos de Santa Ana"
 
Mc. 10, 2-16 "Que el hombre no separe lo que Dios a unido"
      Las estadísticas que un día y otro aparecen en los medios de comunicación dicen que el número de divorcios va en aumento, y que los matrimonios cada vez duran menos años. Es un problema muy de nuestros días este de la fidelidad y la estabilidad en la unión matrimonial.
      La realidad es que el hombre ha tratado mal a la mujer muchas veces. Durante siglos  el hombre no ha considerado a la mujer como su igual. A lo más una compañera de cama, pero no alguien digno de situarse a su mismo nivel, con quien poder dialogar. El hombre se ha sentido dominador y ha visto a la mujer como una más de sus pertenencias, uno más de los objetos a su disposición. En nuestros días hay muchos hombres todavía que tratan a las mujeres como objeto de placer o como esclavas que deben tener limpia la casa y preparada la comida, pero a las que no hay que dejar decidir, ni pensar, ni tomar decisiones por sí misma. Eso sucede en muchos países, pero también en el nuestro. Los malos tratos, los abusos, las violaciones son signos de esa realidad. Hay mucho sufrimiento, a veces callado y en silencio, entre las mujeres muchas familias.
      Jesús nos invita a remontarnos hasta la misma creación. Para darnos cuenta de que al principio no fue así. Dios creó al hombre y mujeres iguales. Son carne de la misma carne. Pero eso la mujer no puede ser una posesión más del hombre como quien tiene un carro o una casa. En la primera lectura, escuchamos como el hombre recibe el encargo de Dios de poner nombre a los animales. Y lo hace, pero se da cuenta de que no están a su nivel. Son animales, no personas. Es al encontrarse con la  mujer, formada a partir de si mismo, cuando dice: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! En la mujer el hombre se reconoce y en el hombre la mujer se reconoce. Los dos se necesitan mutuamente para engendrar hijos pero también para ser felices, para vivir en la plenitud del amor a la que Dios nos ha llamado.
      El matrimonio no es un producto de usar y tirar; pero tristemente hoy vemos cómo muchas parejas se casan sin haber alcanzado la madurez necesaria para vivir la vida matrimonial. Quizás no han comprendido todavía que cada matrimonio tiene una importante labor que expresar con su vida diaria: la de ser signo manifiesto y claro del amor de Cristo por su Iglesia.
      Hoy que hay tantos divorcios, que la familia parece estar en crisis. Jesús nos invita a volver al principio, a redescubrir la voluntad original de Dios y a intentar hacerla realidad en cada una de nuestras familias. De esa manera cada matrimonio, cada familia, se convertirá en un signo del amor con que Dios nos ama a todos, núcleo donde la vida se crea diariamente en el amor.
      Oración:
      “Señor, da la gracia de la fidelidad a los que se han unido en matrimonio; concédeles que se sientan realmente una sola carne, que vivan el gozo de pertenecerse el uno al otro a pasar de todo y sepan superar las dificultades que amenazan el amor”.

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