martes, 11 de diciembre de 2012

DOMINGO II DE ADVIENTO

"Hijos de Santa Ana"

Lucas 3, 1-3. Todos los hombres verán la salvación de Dios.      

"Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Todos verán la salvación de Dios".

Hoy, el evangelio de Lucas nos presenta un predicador más que original raro y extravagante, “La Palabra de Dios vino sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto”.
                        La Palabra de Dios no nos viene de la Roma imperial, Tiberio y Pilato, ni del templo de Jerusalén y sus grandes sacerdotes, Anás y Caifás.
 Marco histórico de hombres olvidados, tuvieron su día, pero como no son dueños del tiempo ni de la historia desaparecieron sin más.
                Hoy, otros nombres ocupan su lugar y llenan nuestros periódicos, los medios de comunicación, pero no dicen nada nuevo, no te invitan a ser mejor persona. Pero Juan sigue ahí, predicándonos su mensaje de cambio, de conversión.
         Juan, en el desierto de una religión sin profetas y sin Espíritu, los sacrificios y el culto del Templo, esos ritos vacíos, habían sustituido a la fuerza de la palabra profética. Era rara en esos días la Palabra de Dios…
                En el pensamiento de Lucas, Juan Bautista no es tanto el Precursor de Jesús, cuanto el último profeta del antiguo Testamento (cfr. Lc 16,16). Con Jesús comienza algo totalmente nuevo. La humanidad de Jesús es el lugar de encuentro con la palabra eterna de Dios y a la vez con todos los hombres. También hoy el mensaje de Jesús debe poner especial cuidado en invitar a las gentes al encuentro con Él, que refleja el rostro del Padre y el sentido auténtico de la existencia humana.
                        El desierto, en la Palabra de Dios, es el lugar donde uno se puede encontrar consigo mismo y mirar la propia vida con sinceridad, sin interferencias.
Desde ese encontrarnos con nosotros mismos, a la luz de los planes de Dios, en este “desierto” que es el Adviento, seguro que llegaremos a plantearnos la conversión de la que Juan habla.
        Conversión, que no es cambiar un poco, ni cambiar sólo exteriormente -como el que se cambia de traje-. La conversión no es darnos un barniz, que no llega a lo interior. La conversión es un cambio total de vida, de planteamientos; un dejarnos hacer por Dios. Es un cambio desde la raíz, de todo aquello que no nos deja vivir como hijos suyos.
                Examinemos nuestra conciencia, pues con frecuencia la primera tendencia interior ante los requerimientos divinos para ser más santos, no es una respuesta afirmativa, incondicionada, generosa. No pocas veces tratamos de cumplir con Dios, pero en el sentido más estrecho de esta expresión: para quitarnos el cuidado de encima. Intentamos en ocasiones cumplir su voluntad, pero acoplándola a nuestra vida, a nuestra jornada habitual, a nuestra organización ya establecida y decididamente inamovible. Acogemos el querer divino en la vida forzado, como con calzador y, en esas circunstancias, se nos hacen patentes aquellas palabras del Señor: no se puede servir a dos señores...
        Al profeta nunca le falta el desierto. Decir desierto significa silencio, búsqueda de la esencialidad, lucha contra la propia soberbia y contra los múltiples enemigos del alma, escucha atenta de la Palabra, distancia crítica de las "modas" y juicios demasiado precipitados.
        Quizás no resulte fácil pensar que ante una multitud bulliciosa sea más probable encontrar a alguno que escuche, pero el Bautista no parece que pensaba así. Juan nos enseña a amar el desierto, aunque conlleve no pocas situaciones de pobreza, indiferencia, injusticia, en las que se nos invita a hacer resonar la Palabra del consuelo y la fraternidad.

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